Siempre pensé que la palabra perdonar
no era algo negado a nadie;
ni en su capacidad de darse
ni en su afán de pedirse.
Siempre pensé que no era un ser retorcido;
que su naturaleza era sencilla;
tan sencilla como recordar
solo los buenos momentos
y abrigarlos en abrazos.
Pero hay verbos que no se conjugan en presente;
transitivos solo con pasado
y un futuro incierto e improbable.
Nunca pensé que nada fuera imperdonable
ni que causase tanto dolor no perdonar.
La ausencia de perdón
debía de ser algo parecido a la venganza
y, sin embargo,
se acerca mucho más al sacrificio;
aunque cualquiera de los dos
multiplica por cero el sentimiento
y ambos devoran
lo poco que queda en mí de ser humano.
No sé.
Nunca me he vengado de nadie.
Tampoco nunca he perdonado nada que no hiciera fácil
pronunciar la palabra perdonado.
Nunca las palabras de conflicto o de duelo
se volvieron blancas ni las curó el olvido.
Nada las hizo retornar a la cordura,
salvo quizás el tiempo que siempre llega tarde
para dejar caer el perdón en el último baúl del desván.
Y el caso es que el perdón va por palabras,
porque es fácil perdonar a afrenta,
pero imposible perdonar a lealtad
y siempre encontramos opuestos
en este juego de verbos cruzados
de sí perdonar lo imperdonable,
pero no lo imprescindible.
Y entonces saltan el orgullo y el ego
a la pista de este circo incombustible
y muerden la yugular del perdón;
para borrarlo así del diccionario.
Y en esta lucha siempre hay alternativas
que garantizan el perdón a quién no perdona
o el perdón que no se obtiene
y entonces, quién pedía perdón
se levanta en su empecinamiento renacido
para no perdonar a quién debía perdonarle
toda vez perdonado por si mismo o por otros
a los que busca para contar su verdad
y así ser perdonado en un instante.
Y en este laberinto la honestidad se pierde
¡ y nos importa un carajo que lo haga!
Porque su pérdida nos duele mucho menos
que la tortura de su convivencia.
(Y al final, malamente,
no me perdono no perdonar
mientras sigo prohibiéndome el perdón)