¿Alguna vez te has mirado en el espejo y has pensado que es curioso poseer el cuerpo que tienes? Qué pasaría si hubieses sido un poco más bajito, quizá más alto, haber tenido los ojos de otro color, la nariz más grande, la frente menos ancha…
Solemos apreciar la mente por encima de nuestro cuerpo. Es normal. Ahí tenemos guardados nuestros pensamientos, temores e ilusiones. Pero a veces olvidamos que nuestro cuerpo también es inmensamente sabio, sin que sepamos apreciarlo. Supongo que conoceréis aquello que se dice que uno nunca olvida cómo ir en bici. Y es que nuestro cuerpo almacena también toda esa información: sin que nos demos cuenta, pedaleamos como siempre lo hicimos años atrás, nuestras piernas respondiendo solas, nuestra columna vertebral manteniéndose recta o inclinada según lo que convenga.
Así es nuestro cuerpo: guarda todo ese tipo de conocimiento para facilitarnos la vida. Cada cucharada de sopa llevada hasta nuestros labios, cada vez que nos pasamos el pelo por detrás de la oreja, cada saludo acompañado por nuestras manos o un guiño, subir las escaleras de dos en dos. Y me diréis que eso es gracias a nuestro increíble cerebro, y sí, claro que el cuerpo necesita todas esas neuronas y esos impulsos nerviosos para recordar y actuar. Pero, ¿y el cerebro? ¿Acaso puede él acariciar nuestra piel o la de aquellos que amamos y que recordamos tan bien, explorando cada rincón con suavidad y ternura? ¿Acaso puede dar besos en la frente, en la mejilla, en esa boca ansiosa?
Las dos partes se necesitan igual que nosotros las necesitamos para ser nosotros mismos. Nuestro cuerpo también es yo, también en eterno cambio, también en eterno redescubrimiento, de la misma manera que también lo son aquellos rincones de nuestra mente que creíamos inexistentes.
Hoy me levanté mirándome al espejo, como de costumbre, y mientras me lavaba la cara y mis ojos se cruzaron con los de aquella persona que me devolvía la mirada en el reflejo, por un momento, deseé ser otra persona o, por lo menos, estar en otro cuerpo. Habían sido unos días terribles y solo podía odiarme a mí mismo. Pero decidí respirar hondo y miré mis uñas mordidas por culpa de tantos momentos de nerviosismo. Nunca se habían quejado por ello. La veces que mis heridas se apresuraron a cerrarse para no molestarme más, las que mi ser había decido sobrellevar mi enfermedad lo más rápido posible para superar los días siguientes. La mente estuvo allí para ayudar, pero también mi cuerpo hizo un sobreesfuerzo para poder aguantar. Supe que, si el día de mañana, me despertaba en un cuerpo que no fuera el mío, me sentiría extraño sin reconocer los lunares escondidos en mis esquinas, la longitud de mis brazos, el grosor de mis pestañas. Aquel no sería yo porque, pese a poseer mi mente, no habría recuerdos en aquellas cicatrices ni caricias pasadas sentidas en aquellas células descubiertas.
No, en aquel momento no pude amar incondicionalmente mi cuerpo, al igual que todavía no era capaz de amarme incondicionalmente a mí. Eso conllevaba mucho más trabajo, y no sabía si jamás lo iba a conseguir. Pero sí me ayudó a apreciarlo más, y a reconocer que había estado en cada momento de mi vida, en cada adversidad y en cada alegría, con sus fallos, pero también con sus virtudes. Y cuando expirara su último aliento, le daría las gracias por haber dado lo mejor de sí, en cada instante.



Replica a La chica del Universo Cancelar la respuesta