«Si, por lo menos, pudiésemos irnos,
pasar hambre en libertad, decirle que no
a una vida que utiliza el amor y la piedad,
la familia, el trocito de tierra, para atarnos las manos»
Cesare Pavese
La vi. Juro que la vi.
Estaba allí. Fuerte. La incansable del alambre.
Sin condición tendiendo la mano, a pesar de la desventura o la condena. Una guerrera contra la inercia, hallando el subterfugio de la miseria. Habitaba territorio inhóspito: un desierto de bondad y un paisaje de indiferencia. Ella estaba armando siempre a la resistencia. Un ser inevitable vestido de lucha buscando justicia pero, sobre todo, el fin venidero, la sonrisa amiga y el amor familiero.
Prendía todas las mechas en la línea de trincheras, era inequívoca en el bando correcto, el del vencido, el esclavo, el pobre, el desvencijado… Era la luz del bombardeo, el silencio ante el fogueo y la respuesta inmediata.
Juro que la vi, parada ante el desastre, echando las raíces bajo la tierra nuestra, como uno de esos robles milenarios. Ella lo desconocía, pero era miliciana, con el cielo en sus ojos y la estrategia como fusil. La delicadeza personificada en un corazón sin techo, la agudeza de una niña vestida de solidaridad.
Juro que la vi. A mi vera. Codo a codo en el camino. Negro azabache y azul celeste hasta la muerte. La vi. Aquí. Allí. En todos lados. Lo juro.
Ella, era mi hermana.