Es un día gris, de esos en los que parece que una tormenta va a desatarse en cualquier instante, pero que puede que transcurra sin que apenas una gota moje la ropa de los transeúntes despistados. En un lateral de la calle, una joven se agacha para encajar las dos llaves en las cerraduras de la persiana metálica de una librería de segunda mano. Todavía quedan veinte minutos hasta la hora en la que se anuncia en el cartel de la entrada que la tienda estará abierta, pero a la muchacha le gusta llegar antes, prepararla adecuadamente para los clientes que la van a visitar, y recompensar con la tranquilidad de un establecimiento casi vacío a los afortunados que la encuentren abierta antes de tiempo.
La persiana se levanta con el chirrido acostumbrado de un metal que hace varios meses que no se engrasa adecuadamente. La joven penetra en el interior oscuro hasta encontrar el cajetín de los fusibles y, en un acto de emulación divina, levanta los plomos para que se haga la luz, revelando estanterías llenas de libros nuevos y viejos, más viejos que nuevos, que la saludan con impasibilidad rutinaria. Deja la mochila que lleva al hombro en el mostrador y la abre, sacando primero un libro de fantasía que lleva leído hasta la mitad, y luego otro, uno que hace que le brillen los ojos cuando lo libera de las profundidades de la mochila, de tapa oscura y lomo duro, con letras doradas anunciando el título. Lo observa y lo acaricia.
Se lo lleva a la primera estantería que los clientes ven al entrar, y lo coloca entre otros dos gruesos libros, con la excepción de que lo deja sobresalir apenas un par de centímetros con respecto al resto, de manera que pueda destacar lo suficiente ante una mirada paciente. Algunos minutos después, un muchacho distraído aparece tras una esquina en esa misma calle. Sabe donde va, pero anda tan absorto en sus pensamientos que cruza por delante de la librería sin verla, hasta que una gota que le cae en la frente interrumpe sus cavilaciones y le obliga a mirar, primero al cielo encapotado, luego a su alrededor. Va a llover, piensa. Y luego, al observar la frutería que se encuentra a su lado, se golpea la frente, ¡me he pasado la librería! Desanda lo andado hasta llegar, ahora sí, al establecimiento repleto de historias. Se coloca la mascarilla y se interna en ella con la seguridad propia de los clientes habituales.
Saluda con un buenos días que le vuelve repetido envuelto en una sonrisa dibujada por los ojos de la dependienta. Realiza su ruta habitual entre sus estanterías favoritas: primero la de historia, luego la de arte, y finalmente la de narrativa, encontrando los títulos y los lomos acostumbrados, sin que la falta de novedad lo desanime. Por último, se detiene muy cerca de la salida, delante de la estantería de “los que acaban de llegar”. Le gusta dejar esa sección para el final, porque es la que suele contener, por razones obvias, el mayor número de sorpresas. Estudia los libros sin saberse vigilado por unos ojos que se elevan aparentando leer, algo que sí estaban haciendo hace unos instantes, una novela de fantasía.
Su mirada acaba reparando en un lomo negro, de título impreso en letras doradas, que sobresale imperceptiblemente de la línea horizontal que une de manera ordenada la posición del resto de los libros. El chico sonríe. Últimamente ha tomado el hábito de venir cada semana a esa librería que descubrió hace unos meses. Por alguna razón, siente como si los libros en aquella tienda lo llamasen. Como si lo escogiesen a él. Una vez fue un libro torcido en el escaparate; otro día, una portada interesante encima de una pila de tomos difíciles de catalogar; y hoy parece que la señal es un rebelde que se niega a formar parte de la jerarquía del orden de la estantería. Sin dudarlo más, lo coge, acariciando su tapa, sin saber que otras manos habían realizado aquella misma acción hace apenas unos instantes. Se acerca al mostrador para pagarlo. Mientras, el temporal se ha desatado en el exterior. El muchacho pide a la dependienta una bolsa para proteger al frágil libro de la tormenta.
Antes de salir, se queda bajo el umbral de la puerta. Llueve con fiereza. No le importa demasiado mojarse: todo lo contrario, le gusta andar bajo las cortinas de agua. Antes de lanzarse al torrente, se gira, clava la mirada en unos ojos que se sorprenden al creer ser descubiertos de su espionaje, y musita un ambiguo gracias, que la joven contesta con un asentimiento de cabeza, justo antes de que el muchacho desaparezca tras la puerta.

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