El tiempo es una guillotina.
El tiempo es también,
las cejas de un perro que tardan diez años en perder su brillo.
A veces más. A veces menos.
Es una bufanda de humo
adormecida, que se acurruca lentamente en el cuello.
Mi perro, ignora el inevitable letargo del mundo.
Su cuerpo yace alargado y robusto a mi lado.
Y de a ratos parece soñar, y sus patas que le quedan grandes
parecen remos empujando agua invisible.
Si el tiempo fuese de pronto, algo tangible
y agradable al paladar, él lo engulliría de un bocado.
Y yo quedaría atónito, con las manos vacías y temblorosas.
En ocasiones, los versos me salen de un tirón;
salen apresurados, como la tinta azabache y espesa
que escupe una jibia, en plena huida.
Pero hoy se toman su tiempo.
Y entre tanto y tanto, me acerco a mi sabueso,
acomodándolo en su improvisada barca de papel,
evitando que caiga por la borda, y quede a la deriva.

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