En la penumbra de lo inevitable,
en la dicha y desdicha de ser humano;
florecer o nada, como si un mandamiento vegetal
guiara nuestros cuerpos efímeramente animales.
Y más que animal, florece todo lo rozado por la mente.
Florece una máquina de escribir, por ejemplo,
cuando entierra letras en el papel y sus textos ascienden
en un tallo metálicamente invisible.
Florece tu rostro cuando me sonríe;
y cuando yo te miro y derramo en tus manos mis versos
y el alma brota de golpe y se acurruca en tu cuello
florecemos juntos, y eso, es mejor.
Niña errante, algunos de mis versos
surcarán lo que se interponga entre nosotros;
y como lanzas de luz que apuñalan una semilla,
te harán florecer.
Imagino tu cuerpo recostado en la nieve,
y te veo ancha como los campos o
como la ondulada piel del mar.
El mar, tan inagotable y sereno también florece,
en racimos de peces y cardúmenes de arena
que andan sus entrañas líquidas.

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