Una mujer se pone una hoja
por zapato;
la hoja yacía hacía un instante
retorcida y bocarriba
aunque, cautivadoramente tierna y verde,
fresca, como los dientes tras la fronda
circonitas del libre que es silvestre.
Ella aprieta contra el talón la moreda
y siente como una escocedura
las travesías de su corazón,
las siente en las siete grietas saladas
sobre la piel y en su corazón:
“demasiado tarde.”
El arbusto en sombra
y al ciprés dándole el sol,
hace tono de oliva permanente:
lo inquietante sólido,
un colorante consolidado
llamado «identidad».
Hace verde primavera lo claro sin nombre:
un vacío de membrana que se deshace vertical.
La escena de una alameda triste
construida por lápices,
ocurre después de que la joven
con un libro bajo el brazo
sube una cuesta de carretera
que ensombrece su diminuto
cuerpo hasta reducirlo: ausencias.
Por aquel entonces, las ciudades eran
tropicales porque tenían una parada
de autobús justo en la espuma
africana de un oscuro horizonte;
ahora, un balcón de madera roja
de cualquier edificio no me deja,
no me permite, me es imposible pensar
mientras observo la geométrica resolución
de la encina, nada sucede, todo se estanca.
En un aquí, las panteras y sus pezuñas escriben,
manifiesto, un extraño derecho: “ir, regresar,
cuanto antes, ya, a la colina.”
Y en un aquí, la mujer desea
una hoja por zapato,
¡una hoja!: sus limbos,
ese ardiente río de savia por el que viaja
el hombre que conquista óvalos verdes,
íntegro verde, planeta fuego verde,
verde, universo marte verde,
dormitorio lecho y verdes.

Miriam González
@mer_adonai
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