Nunca supe en qué momento de ser un claro trasluz, el día pasa a oscurecerse cual ráfaga de inquietante azul. Como vid cantora, los ojos se acostumbran a las luces que llegan para extraviarse entre nosotros desde abajo. Se embriagan los amores en un atardecer prematuro y las manos caen en son de la noche.
Soy un elefante transeúnte, una cosecha en la ciudad. Se admira todo desde aquí, a lo lejos. Las veredas caminan por sí solas; los pasos, automáticos e infinitos, conducen los escalofríos que penetran mi pecho. Las nubes reposan sobre mí, cubriéndome, amándome y dejándome.
Estoy echado sobre la tierra y espero.
Espero.
Tengo la mirada activa: todos mis movimientos se han perdido. No duele: nada duele en este cuerpo de células ya agonizantes. Es libre mi piel y mis obsoletos huesos que han cargado tanta pesadumbre. Háganse parte de esta sociedad caminante. El andar pesa: ya siento ese frío.
Yazco en el suelo –invisible, desarraigado, herido–, y los insectos se esconden. Ya no hay amarillo, todo oscurece lento. Es un espectáculo de nudos bajo el brazo del naranja. Una criminal batalla sobre mis ojos, torpes y ebrios de colores. El sol, ahora, no es más que una mancha fugitiva que hiela mis venas; la sombra que proyecta y se va acercando a mí, me intimida. Intento moverme pero ya es tarde: está llegando su hora. Respiro, gimoteo, respiro.
Pies.
Envueltos, los pasos caminan sobre un réquiem gélido. Los más fuertes, los que cargaron mi alma estos años, los que no rindieron otro andar ante el mundo, los que de madrugada la soledad los acompañó, se cubren con el espesor trágico del sol moribundo.
Piernas.
Caminantes de tiempos pasados, duerman en el campo, sobre la paz que les transmito. La sombra avanza hasta mis rodillas sucias y fuertes, las que me sostuvieron al caer tantas veces y abrieron paso a levantarme constantemente.
Me doy cuenta… me estoy yendo.
Sexo.
Un aguardiente descabellado se apoderó de mí, embriagando la vida y soñando con resaca. Nubes sonrojadas y la energía lunar en alta mar, la que despierta a las luces salvajes de las tardes. Adiós a ti.
Mis ojos solo dan vueltas y hace mucho frío en mi vientre. Lo agarro, lo observo y desaparece de mi vista. Parpadeo. Tiemblo. La vida se fuga, se comprime, se distrae: se desvanece en el humo.
Manos.
Par de cristales molidos, desarmados y entregados. Adiós a la despojada flor que nació de lágrimas mías. Interminables brisas de fuego, adiós a mis mariposas estancadas, a mis sonrisas de niño y a las sensaciones que me provocaron. Mis manos de tierra, de niño.
Vientre.
Jugábamos tantas veces en él… Océano que cubre mi alma, una inmensidad atroz de pulsos encontrados. Guardé mis emociones en revoltijos, en fogatas cálidas de madrugada y en el celeste de los ombligos.
Pecho.
La sombra avanza clandestinamente, se esconde poco a poco sobre el horizonte y se pierde en mi respiración cortante; la luz se va apagando, los días se agotan en los ojos y me entrego.
Cuello.
Ya las nubes violetas se apoderan de mí. Me asfixian, y estoy solo. No dejo a nadie atrás. Mis caminos protestan, me reclaman; debo andarlos aún. Respiro. Mientras me atrapa la noche me desespero, como el incienso que envuelve en sudor animal. Amarro mis brazos a mi corazón.
El sol se muere…Y yo también.
Cabeza.
Mi cuerpo está oscurecido, dejo pasar el tiempo y se hace más fácil el encuentro. La luna deja caer hojas que queman. Sonrío, después de todo. La vida se desvanece sencilla y serena… Cansado, siento esa caricia. La sombra fulmina… se va, oscurece mi mundo.
Ya soy uno con la tierra, con el fuego que se refleja. Cuando necesitas otra visión… perteneces a otra vida.
Y esa vida… me espera allá.

Andrea Crigna
@ukis_crigna
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