La primera vez que fui en motocicleta a algún lugar fue a la casa de C.I. Por su casa habría de pasar un millar de veces, porque quedaba justo en la calle 45 con carrera 7, que es casi como decir que era la bisagra entre el camino a mi casa y el camino a la juerga.
C.I. era una mujer grande y pesada, que se sentía liviana cuando estaba encima mío. Tenía la boca amplia, la nariz suave; la oscuridad de las cuencas le acentuaban la forma lunar de los ojos.
La llevé solo un par de veces en la motocicleta. Quizás aquello respondió al hecho de que el casco le quedaba muy pequeño y de que ella prefería llegar a mi casa en vez de que yo la recogiera. A veces me pregunto si debí haberla llevado más seguido hasta la suya, aunque por esa época hasta ahora aprendía a conducir motocicleta, y llevar a alguien de parrillero era un nivel demasiado avanzado todavía.
C.I. tenía los pies pequeños y caminaba hacia adelante, pero sobre todo hacia adentro. Era mucho más lo que habitaba dentro de ella que lo que lograba rezumar al exterior. A la mañana siguiente de su partida, caí en la cuenta de que dos escritoras juntas producen es pura bruma.
Es probable que ambas, C.I y yo, entendamos mejor a aquellos quienes trabajen con otros códigos y no estén constantemente atormentados por la palabra que parece ser la correcta, pero que no es.
Me habría gustado tomarle más fotografías a C.I. La luz le atravesaba el pelo por ángulos muy dispares. A veces, verla era como ver un árbol ser perforado por la tarde. Me habría gustado ir de viaje con ella. Presiento que nos la habríamos pasado muy bien si, como regla inquebrantable, hubiéramos jurado no hablar de sentimientos propios. De golpe, durante el viaje, habríamos desvelado una verdad sobre la obtusa humanidad que hasta entonces nos había entorpecido el camino de las ideas.
Si nos hubiéramos aguantado lo suficiente, le habría regalado una caja de inhaladores.

Lina M. Betancourt
linabetancourt.com
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