Ya no cabían más estrellas en el espacio, y del cielo, como un bulto atrofiado, cayó un baobab sobre el fino concreto de una plaza desolada. Simulaba una membrana de raíces y hojas duras. Día y noche pasaron los únicos habitantes de la ciudad observándolo: fuerte mastodonte arrojado al vasto e inerte suelo. Todo alrededor era gris y cubierto de ecos dispersos. Era una masa robusta al servicio de la sombra. Su aura turquesa estaba rodeado de luciérnagas guardianas, y cuando oscurecía a plenitud, podían verse tintineando unas sobre otras como astros ebrios. Los primeros días nadie se animó a caminar por su alrededor. Las caras no se miraban ya hacía mucho tiempo. El ritmo de una ciudad adormilada mantenía a los pocos habitantes en un estado lejos de las prácticas ancestrales. El miedo encontraba su parada en las casas, pero todos, todos adentro, llevaban sus miradas fuera de la ventana. Las calles sin color. La vista siempre a la plaza, lejana, cercana. La plaza con vida, de pronto.
Un baobab.
En la plaza.
Parecía estar solo en la interfaz del universo. Cuando notaron que era indefenso –porque era innegable el creciente misterio de su presencia en un lugar que evita todo contacto humano– un avezado joven decidió caminar hacia él. Conforme iba acercándose sentía su enterrada intuición alumbrándole el camino. Observó su anatomía gigante un momento. No le tuvo miedo. Escaló lentamente por su cuerpo: cientos de ojos lejanos desde las casas más cercanas veían la escena sin perderse el primer encuentro. Anochecía y se hacía morado el infinito. El hombre se sentó al borde de la rama más gruesa y notó que hacia el interior del árbol había un plácido hoyo gigante, como un portal oscuro e incógnito, y sin más, sucumbió a su ancestral corazón. Durmió adentro. Nadie durmió allá afuera. La fuerza de las luces llegó con el día naciente al horizonte, y con ella, salió el hombre del interior del baobab. Descendió por sus rutas bizarras. Se deslizó en silencio, permaneció un momento ante él y se alejó despacio. Cuando se acercó de regreso todos le rodearon y notaron sus ojos. Esa mirada venía con una luz distinta, indescriptible, proveniente de otro plano intangible, casi mágica. Era mística: el joven lo había comprendido todo.
Un nuevo ritual había nacido esa noche.
Así, diversas figuras andantes iban cada tarde a rodear al baobab, a jugar con sus magníficas ramas, a tocarlo con respeto. Niños y niñas buscaban ramas variadas, escarabajos multiformes, las flores blancas de su paso por el tiempo, tesoros de infancia. Todo lo que creían que podía contenerse sobre él era real. El aura, turquesa como una cubierta de arroyo. Lo escalaban y llegaban a su guarida. Se sentaban sobre su lecho, bajo su frondosidad, encima de sus raíces robustas y dormían arropados en su interior, dentro de sus mágicas grietas. Allí dentro podía caber la humanidad entera. Todos soñaban con la ciudad llena de ríos de seda, aves traviesas revoloteando por los cabellos, aromas itinerantes, laberintos como callejones difusos, felinos cósmicos, telas perfumadas, animales bizarros, pétalos de jazmines, cánticos oníricos, olas del mar quebrándose en fractales: un sinfín de festivales encarnados bajo cielo.
Al despertar, nadie hablaba. Los ojos como eclipsados. Descendían de él por su obtuso cuerpo; desprendíanse con una pequeña tristeza silenciosa de pronto; despedían el viaje con las almas colmadas de paz. Nadie más comprendería.
Un baobab.
En la plaza.

Andrea Crigna
@ukis_crigna
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