Arte versus vida, dicen los activistas. Arte versus supervivencia, repiten sus eslóganes. Arte versus justicia ambiental, alegan una y otra vez, una y otra vez. Lo hacen al ingresar a un museo; van camuflados de jóvenes imberbes, con largas túnicas negras que esconden sus intenciones. Al encontrarse frente a las obras, se descubren como quien se quita la máscara para hacer justicia por sus manos: “JUST STOP OIL”, dicen sus camisetas. Un marco tomado, una pared pintada, el oleo manchado. De nuevo el mismo eslogan, una y otra vez, hasta que arremeten los lerdos guardas de seguridad.
Cada tanto vuelan en los medios las imágenes. Ahora es otro Van Gogh, o un Klimt, o un Goya. En el Reino Unido, en España, en los Países Bajos. Unos activistas son más viejos; otros, mujeres con el pelo pintado de rosado. Todos, sin importar diferencias, terminan en juicios, defendidos por abogados que, quizá, alguna vez defendieron a una empresa de petróleo. Mientras reciben su condena, se juega en Catar con pelotas manchadas de petróleo y gas el Mundial de fútbol de 2022. Los jeques árabes, cuyas fortunas están hechas a costa de petróleo, sangre y gas, dominan importantes equipos como el París Saint-Germain o el Newcastle. Los monarcas fósiles tienen el poder de refugiar reyes fugitivos y la capacidad para desestabilizar el mundo.
La epopeya contemporánea de estos activistas sufre de ser insoportablemente inservible. Las afrentas contra el arte solo han servido para volver aún más agresivo el imaginario que se teje en contra de ese activismo. En tiempos en que se le critica a la opinión pública la cultura de la cancelación, y en que crece cada vez más el fantasma de la censura de lo no “políticamente correcto”, el que el arte resulte dañado es un paso para la inquisición de las pinturas. No sería sorprendente ver después que los activistas accedan a los museos con fósforos y una locura entre manos.
El arte no es el culpable de la injusticia. El arte no es el culpable del hambre ni del desasosiego. No es tampoco culpable del mercado omnipresente, como no lo es de la estupidez humana, ni mucho menos de que el mundo se mueva hoy en día por los millones de cadáveres que han reposado bajo tierra, desde hace millones de años. No es culpable el arte de que seamos una economía movida por difuntos. De lo único que es culpable el arte es de la posibilidad de ser libres.
¿Por qué, entonces, ensañarse contra las obras de arte? ¿Hoy serán las obras y mañana serán los libros? ¿Después de los libros qué sigue? La respuesta podría ser un lacónico “todo se hace para llamar la atención”. ¿Llamar la atención a expensas de lo único que queda para ser libres? ¿Cómo sería un mundo sin petróleo, pero al mismo tiempo sin arte? ¿Es esa de verdad la dicotomía a solventar?
Es cierto que estamos en un punto de inflexión en que es trascendental tomar acciones para enfrentar el cambio climático. Es cierto que ya no hay esperas. Pero también es cierto que la dicotomía a enfrentar no es o el arte o la sobrevivencia, porque la existencia debe ser con el arte, si no, no lo es. Los activistas se arriesgan a creer que las buenas intenciones permiten toda clase de acciones. Solo con ellas propiciarán más bien el camino al infierno, un infierno no después de la muerte; durante la vida. Dirán que el infierno ya existe para muchos, y es verdad, aunque la única idea que parecen mostrar es que quisieren que el infierno se propague: un mundo sin arte y sin la capacidad de imaginar nuevas dicotomías.
Julián Bernal Ospina
julianbernalospina.com
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