El día que Augusto lo dejó, no pudo hacerle comprender a su cerebro que ya no estaba allí, sobre su cama, y que no volvería. Por eso aguardó al menos un año para decidir de una vez y para siempre despegarse de esa casa en la que habían sido —¿felices?— y, con ella, de todas sus cosas. Seguir manteniendo cada objeto en su lugar, como si fuese a regresar, era ya enfermizo. El olor era evidencia sobrada para entender que el tiempo transcurrido era ya suficiente para caratular una ausencia como definitiva. O al menos de eso quería convencerse.
Comenzó por su cepillo de dientes y la caja de sus remedios, la parte más fácil, la que no le suponía remover ningún recuerdo ni darle cabida a la nostalgia. Tomó coraje y en la misma bolsa de consorcio metió, sin siquiera mirarlas, todas las toallas del estante y la bata de baño —esa en la que te envolvías cuando te agarraban ganas de mear, siempre después del sexo—. Apretó los dientes y miró con furia el espejo roto, el puño en la pared, la copa rota sobre la mesa para obligarse a sí mismo a no llorar. Ese acto le imprimió el coraje que le faltaba a sus movimientos y en menos de dos minutos hubo metido dentro de otra bolsa, igual a la anterior, todas sus remeras, sus camisas, sus pantalones, el contenido completo de su cajón de medias y calzones.
Abrió de par en par las puertas de la calle y comenzó a sacar uno por uno los muebles: primero el roperito vacío, luego las sillas, luego el puff —Ay, Augusto… Tu lugar en el mundo, todavía te veo allí agazapado, retorciéndote, agarrándote la panza—. Sonrió con extraña satisfacción, sin saber bien el porqué. No se detuvo a meditar ni un segundo sobre sus sentimientos encontrados. Debía terminar, de una vez por todas, lo que había empezado; dejar todo limpio y vacío para irse a comenzar él también, una nueva vida. Dejar por fin el pasado atrás, despegarse de los hechos y de las cosas, que solo le producían un ardor de rabia e impotencia en las entrañas.
Tiró con cuidado los vidrios al tacho y limpió cuidadosamente las manchas borravinas, pegadas a sol lento en la tabla y las patas de la mesa y hasta en el piso. Hasta entonces, no le había preocupado que alguien las viera. En un año nadie lo había visitado. Era evidente que, ante la ruptura (de sobra anunciada) los amigos de él habían decidido alejarse. Tampoco insistieron por teléfono, cuando él les dijo que no creía que Augusto volviese.
Luego de sacar la mesa afuera, se dirigió hasta el escritorio destartalado que ocupaba el rincón del cuarto. Fiel a un impulso subitáneo, abrió los dos cajones: En el primero, hojas en blanco, boletas impagas de los servicios, medio turrón enmohecido y un plato con las cenizas de un espiral, que terminó de consumirse una madrugada calurosa del verano pasado —Ay, Augusto… Nunca caminar hasta el tacho, vago de mierda—. En el segundo cajón, un paquete de parisiennes pintado con marcador indeleble negro, casi por completo: a la altura de la raya colorada, había dejado sin pintar la figura de un corazón —Ay, Augusto… Siempre tan cursi, como si eso hubiese podido modificarnos, mejorar algo…—. Abrió lentamente la tapa, presentía o sabía que algo lo esperaba allí. La cajetilla tenía un solo cigarrillo, un encendedor Bic y, escrito en el papel metalizado, con el mismo marcador, la frase: “Para cuando lo necesites, mi amor”.
—¡Ay, Augusto, la puta que te parió, cómo me conocías! —, dijo mientras, con el pucho ladeado ya en la boca, hacía tronar la piedra del encendedor. —Lo necesito justo ahora, cuando me toca pensar cómo carajos voy a sacarte de la casa.
Miró debajo de la cama, la bolsa negra y larga que se extendía desde la cabecera hasta casi los pies. Se sentó en el piso, con las piernas cruzadas y volvió a concentrarse en la tarea de encender el último cigarrillo.

Coti Molina
@cotimolgo
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