Ella apretaba los tacones contra la acera. Su cintura ceñida de azul bailaba al compás de sus piernas. Yo respiraba el aire casi de su boca. Quería gritarle que parase, que me escuchase, pero estaba lejos y cerca. Mi voz, rota de frío y vergüenza, se moría en mis labios para no asustar el vaho que, como humo de hueso, se iba con cada palabra que me salía de la garganta. Viró a la derecha por una esquina oscura como la pez y entró en un portal podrido de palomas. La seguí con los pies temblorosos y encogidos casi en forma de pezuñas. Su cuerpo pálido y menudo se perdió entre los escalones, solo su haz de luz me guiaba, como a un peregrino, por la negrura. Llegué a la azotea, la puerta entornada daba al amanecer que ya despuntaba. Su cuerpo estaba ahí, al borde de una calle trasnochada y moribunda, herida de un sol que iba a por nosotros. Su cuerpo se hundió en la claridad y tiñó de púrpura y sueño el horizonte. Y ya no pude verla más, se fundió en el nuevo día. Hasta mañana.

Elisenda Romano
@elisenda.romano
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