Mientras abro la puerta me parece que sus ojos escanean todo mi cuerpo. Costumbre que lo hagan o hábito sentirme así, no lo sé. No debo preocuparme, los servicios de plataforma son más seguros que el metro, pienso, pero qué mamera tener que sentarme al lado como si fuera una amiga y no como pasajera. Al menos no me tocó un viejo verde, debe tener mi edad, aunque me mira con descaro. Enciende un cigarrillo, como indicando que está al mando mientras acelera el motor. Mi corazón hace lo mismo. Yo trato de reconocer las calles, él de fijarse en mis piernas. Mierda, debí decidirme por el pantalón en vez de la falda. Nota mi turbación y me ofrece un chicle. Las cosas van de mal en peor, mi mente, no sé para qué, trata de recordar los índices de violencia de género. Para disimular mi angustia grabo un mensaje de voz en el celular. Ya en 10 debo llegar, no te afanes, grito a un imaginario. Una voz chillona anuncia que en 500 metros debo girar a la derecha. Con efectos retardados, caigo en cuenta que es el waze configurado con voz de Halloween. En el límite de resistencia reconozco mi destino y mientras respiro hondo para bajarme, maliciosamente pregunta, “¿entonces qué… vamos a perrear esta noche?”. Con un pie sobre la tierra me armo de valor para putearlo, pero noto que no habla conmigo, sino al micrófono de su teléfono.
En esos 20 minutos pensé en las series de terror, en que yo era la protagonista, en que somos tan vulnerables y tan vulneradas.

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