Las madrugadas en el exilio se suceden sin un ritmo.
Las hay súbitas o ajedrecistas, pacientes o fugaces.
Sin importar su marcha, avanzan decididas.
Y ya pasaron como cien. O tal vez, algunas más.
Me recuerdan, salvando distancias, a las patas
innumerables y afiladas de una escolopendra.
Que se parecen también a mis manos,
cuando intentan, en sueños, alcanzarte sin éxito.
Todas las madrugadas están talladas con el mismo cincel,
frías como agujas y sin vos.
Las escolopendras de vapor que nacen si te nombro,
se acurrucan en el techo de madera anaranjada,
en el techo de infinitos ojos marrones que no parpadean.
Que miran sin tregua, pero nunca te han contemplado.
¿Cuántas hachas de hielo y dientes de nieve,
caerán de madrugada en el exilio, antes de tenerte?
Si me atreviera a abandonar este destierro,
sería sin dudas, para ver tus grandes ojos fijos.

Deja una respuesta