Cuando el andar atraviesa
pasillos de mármol,
los pasos son huecos
y van a parar a las oficinas
donde el tiempo recorrido
y las voces en tumulto
se mezclan entre viejos periódicos,
cuadernos de cuero negro,
y el olor a impresora acatarrada.
Yo, sentada sobre una silla contrahecha
me incomodo, me resitúo, con la mano
levemente apoyada y sobre la barbilla
como se dejan caer las hojas
del árbol en otoño
sobre los brazos: sus ramas,
de tronco grueso y agujereado;
y como se apoyan las flores
que, abandonadas a su suerte,
flotan cual margaritas sobre el río
llevadas a corriente de la que nada,
puede anticiparse.
Y una vez que del mármol
veo el pasillo y del pasillo
el final,
voy entonces a parar a la marea
humana que surca el urbano gris,
porque en una misma ciudad
otros territorios conviven también,
donde la extensa plaza es una fuente de agua blanca
que recorta un edificio gubernamental
y tras el que se esconden los cipreses,
hasta callejuelas mugrientas
de angustiosa e infinita celosía
por donde una se refleja en azarosos espejos
y encuentra cuanto se estaba siempre buscando.

Miriam González
@mer_adonai
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