Hierofante se revela ante mí
con la sutileza
de las grandes verdades ocultas.
No daría cinco centavos,
cinco minutos de mi cordura
para escucharla hablar.
La gitana se contonea
al ritmo de sus reflexivos pasos,
echando suertes que no deseo
porque hay nociones
que prefiero desconocer.
Pero ahí estás:
las tres cruces en el medio
y la taciturna mirada,
eligiéndome.
¿Qué quieres decir, Hierofante?
¿Acaso conoces hacia dónde
me conduce el destino?
Los puertos están cerrados,
y yo nunca aprendí a volar.
Tampoco creo:
no hay deidad
que merezca mis rodillas
en estampida contra el suelo.
Hierofante,
¿Cuál es el verbo encarnado?
¿Cómo lo deletreo, para invocarlo?
Me postraré a tus pies,
y extenderé mis ensangrentadas manos
en torno a tus llaves.
Te las arrebataré.
Hierofante,
No hay oración que reviva
un espíritu magullado,
pero no quiero ir
al infierno de mis ancestros.
Yo quiero salvarme,
amar algo de este mundo
y de esta existencia ordinaria.
Abrir con tus llaves
las puertas del Shambala.
A tus pies me rindo, Hierofante,
si posas tu mano sobre mi cabeza
y confiesas, con apacible voz,
que el arrullo de las olas,
la calidez del pan
y la excitación que recorre mis vasos sanguíneos
son cosas bellas que, acaso,
guardan algún sentido.

Dorita Páez Giménez
@mariadoritapg
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