En mi cabeza, los enigmas eran otros. Mis ojos seguían en el aula al profesor, que escribía con tiza en la pizarra con el bubu arremangado, mientras los treinta y tantos niños de la clase le miraban revueltos desde sus sillas. De pronto, mi mirada se nubló. Se volvió hacia dentro. Sentí mis manos temblar y mi corazón retumbar desde algún lugar de mi pecho. Me solía pasar muy a menudo por aquel entonces. Algunas sensaciones disparaban recuerdos traumáticos y amenazaban con desatar ataques de pánico que lograba controlar en el último momento.
En aquella ocasión, el detonante fue el aroma que flotaba en el aire. Olía a acidez y a infancia. Al olor de las manos de los niños cuando borran con saliva los borratajos de lápiz de los pupitres. A ese olor. Que por alguna extraña razón no me recordaba a mi propia niñez sino a la de los hijos que nunca tendría. A Clarita. Y a su cuerpo rollizo y amoratado. A Clarita abriéndose paso al mundo por la abertura que tantas veces me había acogido a mí. A Clarita y a sus ojos azules entreabiertos. A Clarita muriéndose en unos brazos que no eran los míos. Los nuestros. Y a Lidia, que ya estaba lejos, tan lejos de mí que nunca podría alcanzarla. A Lidia y a su pelo ondulado, cobrizo, como paja bañada por la luz del atardecer. A Lidia y a su sonrisa eterna, convertida los últimos días en una línea curva que miraba tristemente hacia sus pechos hinchados.

Laura Carrillo Palacios
@laia_bonheur
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