
Este relato sobre la Edad Media fue creado en el marco de los retos internos del colectivo y fue elegido como el ganador por los demás miembros.
Bajo brumosa noche, en una taberna de un ignoto villorio castellano, resonaba el bullicio de los ebrios y el chirrido de las jarras al chocar en brindis. En la barra, un joven hidalgo, maltrecho por recientes lides, bebía solitario sumido en tristes reflexiones sobre su menguada salud. A su lado, su escudero, vencido por el vino, yacía desplomado en ignominiosa embriaguez. Las horas transcurrían lentas, ahogadas del lúgubre humo de las antorchas, cuando el hidalgo volvió su mirada hacia una dama que, sentada en la más alejada mesa, observaba impasible la puerta. Su figura despertó en él una inusitada curiosidad. ¿Cómo era posible que aquellos canallas no hubieran reparado en su presencia?
Impulsado por el misterio, se levantó con esfuerzo y, sorteando los cuerpos tambaleantes de los bebedores, se acercó a la joven. La dama, de tez pálida y mirada gélida, lo esquivó con un gesto de apagada resignación. Intrigado, el hidalgo le habló en voz queda, confesando su inquietud, cuando ella, en tono quebrado, confesó un mal que le aquejaba la sesera del que no hallaba cura alguna.
Las campanas del cercano monasterio señalaron la medianoche, y la dama, con premura, se dispuso a abandonar la taberna. El hidalgo, galante preocupado, se ofreció a escoltarla hasta su morada. Ella rehusó con firmeza, alegando no desear compañía alguna. Ante su insistencia cedió este hidalgo, pero le entregó su yelmo como amuleto protector, prometiendo acudir al día siguiente para verificar su bienestar. La dama asintió, mencionando que habitaba cerca de las herrerías.
Con el primer albor, el hidalgo se dirigió al lugar indicado, mas lo único que halló eran restos de lo que antaño fue una casa. Allí, en medio de un vasto campo de trigo, se erguía olvidada una cruz de madera. A sus pies, reposaba oxidado el yelmo gris.

Miguel Gómez Castro
@miguelgxmez
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