No era la primera vez que la dejaban varias horas sin amamantarla. Pero esta vez su llanto era tan fuerte que la madre suspendió el aseo de la pocilga que habitaban para revisarla. Espantó a escobazos las ratas que habían hecho un banquete con sus mejillas, una oreja y tres dedos.
En el centro de salud le dieron antibióticos y una cita con el sacerdote “por si las moscas”.
Finalmente, la bebé se salvó del limbo. No llegó a la pila bautismal pues los derechos parroquiales estaban tan altos como el mismo cielo, aunque el sacerdote condolido le dedicó gratuitamente varios minutos de su sagrado tiempo para escogerle un nombre a la desagraciada criatura, que le hiciera honor por el apego a la vida y por primera vez decidió infringir el secreto de la confesión redactando un anónimo para el juez de menores contando la triste historia de la niña de apenas 12 años que unos meses antes le reveló como había quedado embarazada víctima del abuso de su padre.
Fue así como a Carmen la concibieron a la fuerza, en lugar de ositos de peluche la recibieron ratas hambrientas y creció rechazada con la cara deformada.



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