Condenados

La plaza estaba repleta. En torno al cadalso, campesinos curiosos y familiares del reo observaban el espectáculo. Unos haciendo chistes sobre el condenado, otros llorando y pidiendo piedad para el joven enamorado. El rey, desde el balcón, volvió a preguntar:

—¿Niega usted haber fornicado, por fuera del santo sacramento del matrimonio, con la reina, elegida por Dios madre y protectora de estas tierras?

—Por Dios que no puedo mentir. No puedo negar lo más sagrado.

—Ya lo habéis oído, ¡acusa a la reina de mentirosa e infiel!

El rey hizo un movimiento con la cabeza y el sayón abrió la compuerta bajo los pies del condenado. Se retorció unos instantes y, ante los ojos feroces de los campesinos, dejó de respirar. La gente se fue alejando de a poco, comentando los pormenores de la ejecución. Al atardecer la guardia real acabó por alejar a los familiares, a fuerza de amenazas y alabardas.

Estaba previsto que cuerpo quedara allí colgado por una semana, a fin de instruir al pueblo entero sobre las consecuencias de mentirle al rey. Pero la primera noche, a la hora en que las prostitutas terminaban su jornada laboral, una sombra se acercó al cadalso y cortó con ternura la soga, en medio de un llanto contenido.

Ya de madrugada, fueron los panaderos del reino quienes encontraron a la reina debajo del entarimado, con los labios ya azules y abrazada al cuerpo muerto del ahorcado.

El rey, al enterarse, mandó a pagar el silencio de los panaderos, a enterrar el cuerpo de su esposa en el mausoleo real y anunciar su triste fallecimiento por una extraña enfermedad letal. No lloró ni se lamentó: supo al recibir la noticia que todo fue culpa suya y se dijo que nunca más optaría por desposar a una niña.