El niño me pide un pedazo de pan.
Sus ojos melosos,
y del tamaño de dos lunas,
se ensalzan ante la fantasía
de la corteza impoluta crujiendo en su paladar.
Pide, a continuación,
un vaso de agua.
Quizás para contener
los movimientos peristálticos
que rugen al ritmo del hambre,
o para enfriar los músculos agitados de sus pies,
peregrinos absurdos de una caminata eterna.
El niño me pide un pedazo de pan
y procede a contarme
el nombre de su maestra,
y los kilómetros que camina
hurgando en desechos ajenos
para recoger un poco de esa suerte
que también le es impropia.
Pienso en el jardín,
en el huerto.
En la lavanda y el zapallo.
En el orégano oreándose en la cocina,
en el tomate ruboroso,
en la redondez de las naranjas,
en la generosidad de las papas.
Abundancia terrenal expropiada.
Parcelas de tierra santa
con nombre y apellido.
Pachamama is sold out,
éxito rotundo del mercado.
Bien podría haber sido
un príncipe heredero de las gemas de los árboles.
Bien podría haberse instruido
en ciencias botánicas domésticas
y conocer su natural derecho a la tierra.
Podría haber tenido
las uñas negras de abonar la esperanza,
las comisuras de sus labios selladas de miel
y el sueño mecido por el olor a chocolate.
Pero hay, en el mundo, estafas irrevocables:
Existencias petrificadas en la dureza del asfalto
y las carencias,
y quienes ante sus ojos sólo ven
sueños almidonados de luces y magnificencias.
El niño alza la vista hacia las torres opulentas,
y no se siente tan distinto:
la noche y el vacío son los mismos allá y aquí.
En el Reino del desamparo,
piensa,
sólo cambia la suerte.

Dorita Páez Giménez
@mariadoritapg
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