Un silencio aborrecedor
cubre las plegarias del perdón,
dedicadas hacia la luz
de los diarios infiernos.
Y se azotan los gritos,
desdeñosamente encadenados,
por el látigo constructor
de las vilezas edificadas.
Por ahí va llegando
la cumbre fanática,
de los alcabaleros togados
que sentencian y cobran cada fallo.
Entonces fecunde la muerte inmediata,
fertilizante para el alma,
que convalece la amargura
de los delitos urdidos y liquidados.