Hace tiempo que las aves no vuelan. Me di cuenta un día de marzo, el cielo raso anunciaba la primavera. Me desconcertó el no sentirlo cerca, y es que en años anteriores podía levantar los brazos y percibir el leve roce del cielo en mis dedos, el viento alborotaba el cabello, mientras que la brisa pegaba contra la cara y el olor del mar se inspiraba por la nariz, para llegar a los pulmones y finalmente espirar esperanzas. En ese entonces, ellas extendían sus alas y planeaban en el cielo, se adueñaban de aquel lienzo azul y cantaban para su propia danza, dando un deleite a los ojos y oídos de quienes estuvieran presentes.
Ya no vuelan porque ahora no tienen cielo. Algunos culpan a las aves, yo culpo a los barrotes. Porque se alzan imponentes para aplastar con yugo a todo aquel que encuentren amenazador. Y es que es cierto, las alas causan temor cuando se les ve extendidas y hermosas a punto de alzar vuelo. La razón es simple, el que las ve se encuentra encarado al reflejo de algo que nunca pudo hacer y por su impotencia las encierran.
Ahí encerradas, tras los temores, se dibujan cielos nublados y árboles que surgen de la nada. Han olvidado cómo se canta —si alguna vez llegas a oír un canto, me temo decir que no es un canto, es un lamento— probablemente también han olvidado cómo desplegar las alas. Es tan triste verlas así y es que no vuela aquel que tiene alas, si no aquel que tiene un cielo en donde volar.
Por: Ana María González (México)
twitter.com/anamgr13
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