La pianista

Sentada frente al piano se enfrenta de nuevo a las teclas. Desde aquí la veo a contraluz, su silueta se recorta imperfecta con la luz de la mañana, la primera que se sienta en la banqueta desde que dio a luz.

La escogida es Claro de luna. Las notas fluyen firmes y seguras hasta donde estoy, envueltas en ese halo mágico que siempre me ha fascinado de la música y que yo no soy capaz de ejecutar como ella.

Ella. La que tiene un don, ese don que la ha llevado a recorrer países para que la escucharan tocar, y que antes de llegar siquiera a pensar que ese destino sería suyo, sacrificó su infancia, su adolescencia y su juventud por un sueño imposible. Hasta que se convirtió en posible noche tras noche y poco a poco fue perdiendo el brillo de las cosas que brillan con luz propia para convertirse en una de esas que, sí, brillan, pero a costa de otros. En este caso a costa de ella y de su propia vida.

La pasión nos arrastra un largo camino antes de que podamos frenarla, si es que algún día llegamos a poder. Poder es querer, dicen por ahí, pero para poder hay que tener una poderosa razón.

La suya se despierta todos los días a la misma hora. En este mismo instante, las notas musicales son interrumpidas por el sonoro llanto que rasga la tranquilidad de la vivienda, reclamando una atención que su madre en trance no puede procurarle.

La cojo en brazos suavemente y la arrullo con cuidado, no siempre le gustan del todo los mimos. Despacio, la llevo hasta la sala del piano, donde ella sigue tocando ajena al mundo y a sus banalidades, ajena incluso al nuevo amor de su vida, que rivaliza por vez primera con su primer y único amor: la música.

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