Vacío se siente mi pecho, sin ganas de respirar, sin espacio para otra cosa que no sea el hueco. Luché mucho tiempo para que el monstruo no se revelara, para mantenerlo bajo perfil y no devorara las ganas tan intensas que tenía de vivir, pero su poder pudo más que el mío y al final, él acabó dominando mi alma temblorosa.
Mi ser entero ahora es su morada, se ha portado como un virus infeccioso y ya no hay nada que hacer para escapar, por eso me he resignado a su presencia innegable, tan familiar como dolorosa, tan fría que pareciera sumida en un eterno invierno en que no pasan las horas.
No estoy muy seguro de cómo he venido a parar nuevamente en esta oscura cueva donde sólo se escucha mi respiración jadeante y mi corazón trémulo, solo sé que necesito salir y no sé cómo. Me concentré tanto tiempo en matar al monstruo y me olvidé de aprender a vivir con él, porque después de todo, ese que me asusta tanto, que me entristece tanto no es más que mi reflejo.
El mismo que en el espejo me mira cada mañana y con el que debo salir a cuestas a trabajar, el que me obliga a beber en los rincones más insólitos de la casa para olvidarme que existe y luego en medio de la embriaguez llorar en su nombre, en mi nombre. El que me recuerda todo lo que no he conseguido, todo lo que me falta, lo que me hace daño: soy yo mismo.
Dirán quizá que es masoquismo, pero no. Cada persona ha sentido ese duendecillo en su cabeza al menos una vez que le reprocha por qué hiciste o dejaste de hacer eso que pudo cambiar tu vida, o la carrera que elegiste, la novia que traicionaste o la que perdiste sin razón. Mi problema no es que tenga ese diablillo en mi cabeza, mi problema es que no consigo hacerle callar.
Es la tercera vez que se muere mi pecho: la primera fue cuando empecé el nivel elemental de violín y la segunda cuando salí del bachillerato. El revuelo de emociones, la incertidumbre y la presión fueron los detonantes en esos casos. Ahora es la agobiante vida de adulto, las cuentas y el dinero que no alcanza, el amor que no llega, unidos a la muerte de mi padre han desatado el llanto en mí.
Supongo que al final nunca terminamos de crecer y precisamente estos episodios depresivos son parte de nuestro desarrollo, del camino arduo que debemos cruzar hasta encontrar el equilibrio emocional que buscamos y que por alguna razón queremos ocultar al psicólogo. Esta es la única manera positiva de verlo, la única que me hace recordar que quizá este dolor, aunque no se vaya nunca, pueda ceder en algún momento.
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