Entre la yedra, llorando lágrimas de tiempo y padrino de la piedra, se vislumbra ausente y portentoso, callando y silente, como no queriendo levantar sospechas de su pasado glorioso. Se esconde de las miradas indiscretas, herrumbroso, con la humedad lacerante que recorre su piel desnuda, de ecos y batallas, de otras épocas vividas y almenas olvidadas.
Entre la yedra, musitando la ausencia, observa el devenir del horizonte y se queja en su loma, solitario, cual mole de suspiros anclados en el ayer. Y se descubre majestuoso, entre la frondosa vegetación del patio de armas, cobijando el seso dormido y la razón manipulada. Troneras invisibles, fosos inútiles y un torreón derruido, símbolo de la decadencia.
Entre la yedra, en el paisaje, duerme el sueño velado, testigo incólume del poder, un gigante de roca, una pared impenetrable, un bastión apesadumbrado y una fortaleza indemne. Ya no existe la opulencia ni el hastío, ni los signos de riqueza, ni el baile ni la espada, ni el caballo o la bandera. Solo existe el reloj cruento, las llamas del ayer y un remoto sentido del honor, que lame las llagas de la flaqueza.
Castillo en el bosque pétreo, castillo devorado por las horas muertas, castillo de mis desvelos que desapareces en penumbra, tras la luz de las murallas. Castillo y piedra, camino de vida y destino incierto. Hoy ya es pasado, mañana seguirá oculto entre la yedra.



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