Del enceguecedor vacío de su imagen
duelen los ojos de tanto no verle,
como los pechos sin cría
me duelen los besos que esperan por su boca;
duele el sonido ensordecedor de su silencio
y se acumulan en mi espalda y pesan
todos los abrazos que quise darle.
Duelen en mis manos las caricias pendientes,
y aquellos pasos que ya no acompañan su camino
le duelen hoy a mis pies,
duele tanto y tanto el espacio vacío
que ocupa su ausencia en mi cama,
y del roce insistentemente lejano de sus manos
no me soporto la piel.
Me duelen las mariposas que se niegan a rendirse
y la mueca de tristeza que ha cubierto de polvo
la sonrisa de verle llegar;
es que aún duelen los minutos previos a su despedida,
duele el miedo a las certezas, duele la realidad,
las hojas del almanaque vacías y los segundos eternos,
cada promesa fallida
y en la mitad, que aún conservo, del alma,
duele usted que no me amó.
No señor mío, no a todos nos cura el tiempo,
el amor que a mi me aqueja, voluntarioso, terco,
no se acaba porque digamos adiós,
se acaba cuando deje de doler
y usted todavía me duele.



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