Una luz se enciende, otra se apaga. Nacimiento y una muerte.
Nadie está exento de caer en la mirada del ser devorador de almas, que tejido a tejido, hambriento y desquiciado, ama por amar.
Si me preguntan a mí, nadie me enseñó a mentir. Pero todos aprendemos en algún momento.
Siempre buenos días y el calor desértico. Lo piensas, y duele; duele, vuelve a doler. Ya mejor no toques esa llaga, deja que se seque.
¿Dónde quedaron los dos cuerpos lejanos, húmedos y sensibles?
Farsa, fetiche, fantasía. ¿Otra palabra con efe? Falsedad.
Aprendimos a mentirnos, y lo único que quedó en la esquina es ese jarrón. Lo interrumpí por última vez. «No, yo entiendo. Te juro que lo entiendo. Ya no vamos a vernos nunca más.»
Comprenderlo hace que duela menos. Cambiar de código postal, también.



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