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Navidad es volver a casa

Desnudé aquel fajo de páginas encuadernadas y me coloqué al principio de todo. Donde nada ha pasado todavía. Me aclaré la voz, arañando minutos a aquel instante y comencé.

Como en cada Navidad, la casa se llenaba de luces y sombras. Un desfile de platos, sonrisas, deseos y reencuentros tenía lugar en el salón. Pero para ella todo se iniciaba unas horas antes, al calor de unos fogones que cocían la cena y los buenos propósitos a fuego lento. A menudo, en medio de aquel sinfín de preparativos, Miguel, el quinto de sus siete hijos, asomaba su cabecita por la puerta de la cocina.

Miguel era el más callado de todos. Quizás era porque no era ni el mayor, ni el pequeño, ni el deportista, ni el bailarín. Quizás era porque así era su carácter y no había otra opción. Quizás era porque valoraba las palabras por encima de su vacua sonoridad cuando no tienes nada útil que decir. Ella lo adoraba, aunque en nada se parecían. Le gustaba que le hiciera compañía mientras mareaba el guiso y salpimentaba las horas previas a la cena familiar.

De tanto en tanto, Miguel apartaba la vista de su libro y le preguntaba por el significado de algún término que se resistía a su despierta mente de nueve años. Algunos vocablos eran fáciles, era cuestión de uno o dos minutos que hallara el modo de aclarar sus dudas. Sin embargo, otros más enrevesados eran cazados por los ojos redondos de Miguel, que veían a su madre como un diccionario de interminables entradas y acepciones.

Pero ella no era ninguna erudita. Solo había acudido a la escuela hasta los once años. Desde entonces, había  dedicado muchas horas a compadecerse por su falta de conocimientos que, no obstante, compensaba con su interés por aprender y su desparpajo para responder a las preguntas de sus pequeños.

Aquel día, con la cena de Navidad sofriéndose como banda sonora, Miguel descubrió un nuevo interrogante en su lectura, en su vida. Miró a su madre y le dijo: “Mamá, ¿qué quiere decir literalmente la palabra ‘Navidad’?”. Ella buscó ayuda alrededor. Pero solo se encontró a sí misma, aguardando la llegada de a quienes quería, lamentando la ausencia de quienes ya no regresarían. Se acordó de su hijo el mayor, al que no veía desde hacía tres años por una disputa necesaria que ahora se le antojaba absurda. Así, sin desatender la solitaria labor a la que la sociedad la había confinado sin pedirle permiso, contestó: “Miguel, la palabra ‘Navidad’ significa volver a casa”.

Mis pupilas desertaron. Ya no contemplaban aquel papel que no decía nada, que estaba en blanco de nuestra historia, de nuestro cuento de Navidad. Ahora la miraban a ella, como solían hacer desde la banqueta de la cocina de casa. El olor del hospital se me enquistaba en los poros y en cada uno de los hilos que tejían mi ropa, pero no me importaba con tal de compartir más ratos así. Deseaba hacer inmortal aquel recuerdo, continuar saboreándolo junto a ella, sustituir las paredes blanquecinas de la habitación 423 por las baldosas, el gotelé y las cortinas de nuestro humilde hogar en el pueblo.

Comprobé la hora en mi reloj de muñeca. Tenía que volver a casa. Mi mujer y mis hijos me estarían esperando. Una parte de mí siempre se quedaba allí con ella, guardando sus sueños y los escasos pedacitos de memoria que quedaban en su mente. Cerré el libro que siempre llevaba encima. Quizás para simular que le leía cuentos que no eran suyos y que, así, no sintiera la presión de recordarlos. Quizás para pensarme un poco más cerca de aquel Miguel que devoraba fantasía antes de que la realidad lo atrapase por sorpresa. O, quizás, para que al verme con él, al fin me reconociera.

Le coloqué con cariño la chaqueta que reposaba sobre aquellos hombros que habían cargado con tanto y le di un beso en la mejilla. Avancé hacia la salida para despedirme un día más de ella. Pero antes de que mi mano abrazara el picaporte, un hilo de voz interrumpió mi trayectoria. Me giré rápidamente. Me acerqué hasta la butaca en la que dejaba que la vida le arrebatara su pasado y me arrodillé a su lado. Mis piernas se clavaron en aquel suelo frío de esperanzas y miserias. Le entregué mis ojos redondos, ansiosos por saber si, de veras, tenía algo que contarme. Y los suyos, cansados, perdidos, vulnerables, me correspondieron. Volvió a mirarme como solía hacer cada vez que me colaba en la cocina y, de pronto, noté cómo aquel calor maravilloso me envolvía.

Dos lágrimas –una suya y una mía– mojaron nuestras caducas sonrisas. Agarré su mano para evitar su partida. Y, entonces, me percaté de que aquel día era Navidad.

Había vuelto a casa.

Y poco o nada me importaba que el sol me gritase tras la ventana que estábamos en verano. Para mí, Navidad no eran las cenas que ahora compartíamos sin ella, no eran los adornos de plástico brillante, tampoco los debates que habían perdido a su moderadora ni los villancicos que no contaban con su voz ronca y desafinada. Para mí, Navidad era ese preciso instante, ese reencuentro finito e infinito que, con sigilo, habíamos conseguido robarle a la oscuridad.

Habíamos vuelto a casa.

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