En soledad, él caminaba por el sendero que en otro tiempo recorrió con su mejor amigo, los años le pesaban cada vez más, anidando bajo su cabeza como enormes pájaros perennes.
Ensimismado en su mundo del pasado, se paró en la orilla del río donde solía ir a pescar. Escuchó su risa en la otra orilla. El viento agitó su pelo rizado, tenía sus pies sumergidos en las heladas aguas, chapoteando como una niña. Ella lo miró fijamente a los ojos. Y fue como si todo se paralizara, como si ya nada existiera, su pasado se había esfumado, toda su atención y consciencia se puso en el presente, sí, un regalo eran aquellas pupilas.
El calambre lo recorrió de los pies a la cabeza, como una culebra que se escurre de forma fría, sigilosa y silenciosa recorriendo su columna. El verde de su mirada lo llevó a otro tiempo, a un pasado remoto, donde ambos se besaban, donde las risas se mezclaba con las olas de un mar cálido y en calma. Miles de abrazos rotos por una amarga despedida que los alejaba al uno del otro. Un viaje a otros tiempos lejanos guardados en eternos legajos akáshicos.
En ese instante ambos conectaron más allá de lo físico fusionándose en el mundo etérico. Un deseo dormido en ambos corazones se despertó, furioso, como ceniza ardiendo, chispa vital, que de la muerte renace como un Ave Fénix.
Duró solo un minuto, pero fue como si ambos hubieran vivido toda una vida. El lazo se rompió cuando su compañero la abrazó por la espalda y ella retiró la mirada. Una barrera de hielo se había interpuesto entre ambos, y él la sintió inalcanzable, pero ella lo volvió a mirar, y de nuevo el hilo invisible de unión entre ambos se activó haciendo que sus corazones se llamaran, un reclamo de un amor que tarde o temprano debía ser consumado. Pues las miradas de ese tipo solo se dan una vez en cada existencia, miradas que hablan, miradas donde se hace el amor con el alma.



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