De todos los lugares que hemos visitado me quedo con los espacios que hay entre tus dedos, los mismos que solían protegerme cuando afuera llovía.
¿Recuerdas cómo sonaban las ventanas, amor? Y tú te escondías bajo las sábanas que, por cierto, han perdido su habilidad para refugiarnos del invierno. Me decías que el cielo tenía una manera tormentosa de despertarnos los domingos y era suficiente para hacerme reír.
Te confesaré algo: esos fueron los meses más felices que he vivido. Los he guardado en el ático, junto con los demás recuerdos felices y los abrigos. No te lo conté antes porque no quería que después intentaras dar lo mejor de ti; porque yo nunca quise lo mejor, yo sólo te quería a ti, y eso nadie lo pudo entender.
De todos los cafés, el que preparabas me calmaba la ansiedad. Rompías el mito de la cafeína y apartabas cualquier alteración de mi sistema nervioso. Fuiste mi medicina. Y no quiero probar otra receta.
Ahora que no estás nadie viene a preguntar por ti. Tal vez porque Notre Dame ha caído y a todos nos duele verla arder, entonces suponen que tú, amor, sigues en pie.
Y ojalá fuese así.
No he podido comentarle a mis amigos que has partido, y es que el aroma de tu colonia sigue por los pasillos del departamento.
Te mantengo con vida aquí.
Para eso, he prohibido encender un cigarrillo o una vela con aroma.
Para no perderte, aunque en el fondo sepa que ya no volverás.
Enviaré esta carta a París, porque siempre dijiste que te hubiese gustado visitar sus calles y apostar por un nuevo comienzo. Por nosotros.
Porque París es el lugar para los enamorados
y es allí donde quiero estar… contigo.
Te quise, te quiero y te voy a querer.
Por siempre.



Deja un comentario