Te conocí cuando todavía no podías dormir por las noches.
Tus besos sabían a sal. Debía ser porque a veces tenías que tragarte las lágrimas y por algún sitio tenían que salir.
Aprendimos a acariciarnos encajándonos las penas.
Éramos carne y jadeo. Por fin, durante esos ratos, dejábamos de ser alma y quejido.
Después, me contabas dónde guardabas los cachicos de tu corazón roto. Y mientras dormías, los rebuscaba por tu cuerpo y los volvía a encajar.
Paciencia, superglue y algo de celofán hicieron que terminase volviendo a colocarte tu corazón recompuesto y con los engranajes funcionando.
Después, mientras soñabas, te pasaba la lengua por cada recodo para quitarte la sal de pena que te supuraba.
Tus besos ya empezaron a saber a fruta, como deben de saber los besos. Y tu cuerpo, a calor y a café.
Y así, un día viniste para contarme que sin saber cómo el corazón te había vuelto a funcionar, que los engranajes se habían puesto en marcha al conocerla y que los besos con ella ya no sabían a sal.
Y te marchaste.
Lo que no sabes es que un trocito de tu corazón que ya no encajaba en tu puzzle cardiaco se quedó guardado en un frasco (junto a los recuerdos horteras).
Ni que toda la sal que lamí se me quedó atrapada dentro.
Por eso los sueños me salen en blanco y negro.
Por eso al escribir solo se me escapan penas de sal.
Hermosa entrada! Lo que en un tiempo era inusual, hoy es tan común como el individualismo en su expresión malévola, A lo que relatas se define INGRATITUD. Un cálido saludo.
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Muchas gracias 🙂
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Wow, me gustó mucho
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Mil gracias.
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Muy bueno, Mireia!!! 👌🏼
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Muchas gracias.
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Sensacional. Enhorabuena y muchas gracias por tu poema. Un saludo.
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Muchísimas gracias por leerlo y escribir este comentario. 🙂
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