Tenía prisa por salir de viaje. Necesitaba alejarme de todo. Ahora daría cualquier cosa por estar en casa. Acomodada en el mullido sillón acompañada de Lucas, el gato que se había adueñado de la casa. Quién me mandaría a mí venir por estos lares en el mes de septiembre.
Miraba a mi alrededor y podía ver mi cara reflejada en los que allí estábamos. Caras de pánico, de incertidumbre. No sabíamos cómo saldríamos de allí. Más de doscientas personas, de diversos países, estábamos hacinados en aquel pequeño sótano.
Hacía dos días que había llegado a aquella isla paradisíaca, con playas de arena blanca y mar azul. Aquella tierra me había cautivado desde el momento en que la pisé. Pero la magia se rompió pronto…
Pensaba en el momento en el que sonaron las alarmas. Cómo pude ser tan tonta de volver a la playa a por mi bolso. Me lo había dejado junto a la tumbona. Cuando levanté la vista, la imagen que tenía delante me dejó paralizada: un ruido ensordecedor acompañado de un cielo negro. El aire levantaba la arena, me golpeaba la piel, no podía abrir los ojos. Uno de los camareros, que hacía un momento me sonreía mientras me servía una piña colada, me cogió del brazo y tiró de mí, guiándome hacia el refugio.
El huracán Dorian llegaba a las Islas Vírgenes.
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