En días ajetreados,
cuando mi alma se tapiza
en blanca noche, la lluvia no cesa.
Y la dama que era reina, ya no reina.
En prematura caída, su reinado
y su corona de papel se apagaron.
Y sus besos ¡Ay sus besos!
Pequeños, claros y constantes,
como piezas de cristal avanzando
lentos, sin retroceso, sobre mi piel.
En tus hombros de torres blancas,
ya no anidan mi rostro y caricias.
Y mis brazos que eran tu fuerte,
cayeron en frenética embestida.
Los días negros me corroen,
cuando mi perseverancia
y voluntad, casi a la par,
avanzan inquebrantables
como dos corceles hacia vos,
pero sus galopes no te alcanzan.
Y en mi guarida, en mi templo;
el eco de tu ausencia zigzaguea,
desgarrando mi yelmo, o tu mitra.
Mi trono se despedaza en tu partida,
aquella, repentina y estratega,
que proclama mi alma o mi rendición.
