Hay pueblos en los que ya no habita nadie,
ni queda quién cuide los muertos en los cementerios
o dé sentido al campanario o a la iglesia sola.
Nunca creyeron en las camelias aún en otoño,
ni en las aves extintas en las ciudades
y sus muros grises de hormigón desubicado.
Demasiados rostros pueblan los suburbios
tan ajenos, casi ignorantes
del nacer de las luciérnagas.
Y resulta que hay mucha más vida en las colinas,
en los palos que no quiere nadie y en el cardo borriquero,
y en las herraduras oxidadas por el caballo
y en el amargo del arsénico
y el ruido de una muerte de hormiga.
Hay quién apareció en el mundo casi incompleto,
mío quizás, sea ese ejemplo
adicto a un desarraigo que no cesa
jugando con muñecos rotos y polvorientos.
Nunca declaré la realidad en sus espectros
ni las horas gastadas, ni las arrugas invertidas
merced a la luz mía, veces oprimida
tras la cuarentena de su rombo anciano.
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