Ante mi inminente condena
pregunto ¿Qué es la alabarda?
No es más que un objeto,
a veces inanimado, a veces
febril. Es una empuñadura,
un mango y la hoja de acero.
Tal vez una espiga metálica;
quizás el vértigo en el cuello,
el sudor frío rozando la frente;
o sólo un relámpago sin lluvia.
Es una sentencia de muerte
en la amarillez de la piel;
una llamarada instantánea
sin hambre, fuego ni follaje.
Una alabarda es un éxodo
de vapor, de pulso y de voz
tras un gemido sin eco
entre miradas paralizadas.
La alabarda es un predador,
obsesionado por su presa.
Es una mandíbula única,
que muerde contra el piso.
¿Sentirá la alabarda decidida,
la ley marcial que pregona;
la justicia impuesta que la guía;
o el calor sanguíneo en su filo?
Vos tan alabarda, yo tan reo.
En el silencio rojo del mundo,
cerraré mis ojos escarchados
esperando la pena de tu bisel.
La alabarda
