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Cuento (parte I)

Era casi de noche cuando acerté a ver las luces de la posada, lo que alivió mi espíritu sobremanera, ya que no me era ajeno lo peligroso de deambular en las sombras por estas tierras del norte.

Mis pies cansados agradecieron doblemente mi suerte, tanto por el abrigado calor de la chimenea como por el descanso, bien merecido, en mi largo camino hacia el burgo de Thornhill para el que aún quedaba un largo trecho, y no resultaba juicioso recorrer estos caminos ajenos sin la escasa protección que brinda la luz del sol, que no es propicia a bandoleros y gentes de mal fuste que prefieren de las tinieblas para esconder sus fechorías.

Por no mencionar los trasgos y otros espectros que son muy dados a transitar las sendas en la oscuridad para perpetrar sus males, de los que el Divino me libre por siempre.

Acordé camastro y cena con el posadero, sin mucho litigio por mi parte, aunque el trato no me fuese nada ventajoso, que no estaba la noche para disputas como bien dije antes.

Mientras tomaba mi sopa de carne, regada con una generosa jarra de hidromiel  se me acercó un hombrecillo, harapiento, que nadie diría juglar o bardo más que por el rabel que colgaba en su cinto, ajados ambos por el paso, y el peso, de mil caminos de hambre.

Acepté su compañía, que no había otra salvo el gruñón y esquivo posadero que antes parecía pendenciero que charlatán, más por escuchar alguna voz, que la mía ni a renegar  me dio ocasión en todo el día, que por atender sus trovas, a las que me negué displicente lo confieso, y que él aceptó no de buen grado viendo cómo se esfumaba la ocasión de cenar de caliente esa noche.

Me propuso a cambio contarme una buena historia, si yo era a bien de compartir un poco de caldo y cerveza caliente a lo que accedí de mejor grado. Reniego de la soledad a la menor ocasión y soy curioso por naturaleza, mal que me pese.  Y así lo hizo…

“Hace mucho tiempo, llegó a estas tierras una dama asolada por mal de amores, triste y compungida, que no hallaba consuelo en su pesar, atraída por los cuentos que sobre esta tierra y el lago que la nutre se escuchaban.

Era dama instruida, por lo que más bien pensó que eran patrañas que certezas lo que se decía sobre sus aguas y el ánima que las habitaba, que al parecer y decir de sus ignorantes gentes tenia la gracia de sanar su mal.

La cura consistía, así le contaron, en lanzar un guijarro y no más, en sus aguas en noche de luna clara, con el pensamiento puro y limpio del que desea bien ajeno, que el espíritu que aquí mora trastocaba en luz interior, y que al cabo de tres lunas, no más, el efecto era completo, sanando así a las almas que se acercaban con fe y humildad a sus mágicas aguas.

Niamh, que así era su nombre, esperó impaciente a la primera luna, y apenas el primer hilo de luz despuntó en la oscura noche ya se encontraba a orillas del lago, que parecía más bien un estanque no muy grande, orillado de juncos que brillaban a la luz del astro y tapizado de nenúfares que desaguaba en un riachuelo.

Concentró su ánima y suspirando dejó caer el guijarro desde el punto que le indicó el nigromante al que acudió como última esperanza a su incurable dolencia.

La piedra cayó en las oscuras aguas y al punto brotaron ondas que se fueron desplazando en círculos, alejándose cada vez más de donde se encontraban sus pies, y como por encanto sonaron unas notas que ascendían en tono con cada onda que se dibujaba en el estanque.

Sintió Niamh, o creyó sentir esta música a la par que el pecho se le henchía, de manera súbita y potente al principio, y poco a poco mientras se alejaban los rizos iluminados por la luna este sentir se le hacía más tibio y delicado, hasta desaparecer con el último brillo dibujado en la otra orilla y en todo alrededor de la charca.

Se sintió tan dichosa que quiso probar de nuevo al ver que su placer se diluía al igual que se apagaba la música y cogió otra piedra, esta vez más grande. La soltó a sus pies esperando de nuevo la marca del espíritu y esta se produjo con más fuerza en su pecho, mientras los bucles recorrían la superficie y la música la envolvía con su halo bienhechor.

No se conformó con esto, deseosa de placeres como estaba y con ansia de redimir su pena con presteza, siguió tirando piedras que el lago devolvía con multiplicado efecto y amor en su interior» (…)

Continuará en la próxima entrega…

3 respuestas a “Cuento (parte I)”

  1. Avatar de Henri Berger Martín
    Henri Berger Martín

    Uy, no sé cómo va a terminar. Seguramente no como pienso, pero sería gracioso que acabase siendo simple placebo. «Y es en esa época cuando se descubrió el placebo».

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    1. Espero que no sea como crees, por aquello de que siempre es interesante sorprender. No sabía lo del placebo, interesante dato.

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    2. Jaja, no, sería un final muy poco respetable.

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