El cuervo cambia de rama de nuevo, vigila de a pocos la puerta de la casa blanca, saltito a saltito, de rama en rama.
Dicen que encontrar un cuervo solo es señal de mal agüero, algo así como tropezarse con un gato negro en un martes y trece, pero peor porque no estamos hablando de un año de mala suerte, sino de un augurio de muerte y desolación.
Él continúa ajeno al mundo, saltando y sin quitarle un ojo u otro a la puerta donde espera por la que ella salga. Aunque ella todavía no lo sepa, él está allí para protegerla, por lo menos hasta que pueda defenderse por sí misma. La sigue de cerca, volando a cierta distancia, manteniéndose al margen para no levantar ninguna sospecha hasta que llegue el momento adecuado…
Ella se dirige a la boca del metro, o a la del lobo, según como se vea… Va de camino a casa de su pareja, para intentar arreglarlo una vez más. Sigue sin tener claro qué decir ni mucho menos cómo, en vista de cómo se toma él cada palabra que sale de su boca. Pero está decidida, llegará y no dejará que la interrumpa ni una sola vez, le pondrá voz a cada una de sus frustraciones.
Lo que no sabe es con lo que se va a encontrar una vez allí y es que la muerte la espera agazapada tras los ojos de él… Es entonces cuando el cuervo abandona los saltitos y se decide a atacar, comienza por los ojos para no detenerse hasta el final.
Ojalá todas tuviéramos un cuervo guardián.
Ojalá llegue el día en que el 8 de marzo carezca de sentido.
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