Como un pulpo anaranjado, el sol
extendió un tentáculo lumínico
abriendo los párpados de mi ventana;
y por la grieta de metal y vidrio,
se deslizó un gato.
Y el gato, que me miraba fijamente
con el ámbar hipnótico,
con la miel salvaje en los ojos,
con lo amarillo casi naranja del molusco;
no emitía una sola palabra.
Su cuerpo era largo
como una parábola azabache,
que nacía de un árbol o un muro
y moría con patas amortiguadas
en el extremo austral del colchón.
De pronto, la vista se me fundía
en la destreza felina,
en el sigilo congénito;
y la musculatura carbónica,
se delineaba bajo su piel.
Pequeño gato, intrépido forastero,
danzas como la boa que hiende un río;
pero el movimiento, por poco criminal
de tu sincronizada masa, no te pertenece.
Así tampoco estos versos, que seguramente
no hablen de vos.
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