En el almacén y bar de don Medina, aquel de la esquina, se reunían casi todas las tardes el Quedado y el Toronja. Los vecinos siempre comentaban que no podían creer cómo dos botijas tan distintos podían ser amigos. Parecían el agua y el aceite, pero eran uña y carne. Vivían discutiendo por bobadas, pero se entendían.
El Toronja era ágil e inquieto, el pelo bien negro, los ojos de lince, con toda la pinta de un guapo de arrabal como los de los tangos. El Quedado era gordito, medio rubión, como un querubín de púlpito, parecía recortado de un fascículo de historia de arte. El Toronja comía poco, no probaba ni gota de alcohol, pero se pasaba fumando como un murciélago, y tosía entrecortado. Pero al Quedado le gustaban la comida y la cerveza; cuando iba al bar, siempre después del almuerzo, don Medina ya sabía que tenía que ponerle una botella de a litro en la mesa, se la vaciaba él solo. El Toronja era flor de buitre, rápido para los mangos y un avión con las minas; el Quedado, medio bobalicón, siempre se olvidaba de las cosas importantes y no le daba ni la hora a ninguna. Pero desde primero de escuela se habían hecho amigos; en el recreo el Toronja lo defendía al Quedado, y en clase era el Quedado el que siempre le sacaba las castañas del fuego al otro con sus ocurrencias, los deberes olvidados y las lecciones sin estudiar. El Toronja hacía trucos para avisparlo al Quedado, y el Quedado hacía fuerza para sacar bueno al Toronja.
Los yoruguas siempre fuimos eficaces para poner nombretes, y estos dos personajes fueron un caso. Al Quedado, no hizo falta mucha imaginación para bautizarlo, toda la clase le decía así, nadie se acordaba que su nombre era Pancracio, la maestra siempre lo llamaba por el apellido. Pero a Terencio, que detestaba su nombre y era un calderita de lata para calentarse, los chiquilines empezaron a tenerle miedo cuando todavía no había cumplido los siete años, porque siempre era el más astuto, el más cruel, el más duro. Uno empezó a decirle el Poronga, otro apodo no podía tener, pero eso no quedaba lindo. Un día, otro compañero mezcló el nombre con el apodo, Terenonga, Teronga, Toronga; entonces se acordó de un mecánico de barrio, personaje de telenovela, le dijo Toronja, y ya le quedó. Cada vez que alguno decía “ahí viene el Toronja”, todos temblaban, porque ya sabían que venía el bravo del barrio, el que se las sabía todas. Si alguien estaba hablando mal del Quedado, de un piñazo el Toronja le ponía punto final a cualquier cuento.
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