Diría que estaba perdido, pero me había encontrado a mí mismo. La maleza devoraba una parcela olvidada sitiada entre zarzas; las picarazas acompasaban el paisaje con graznidos alrededor de la robada… Yo sentía el cierzo en la cara sentado a orillas del embalse de Itoiz y, sin saber muy bien a dónde, me levanté para volverme a ir. Tantos años tuvo la familia Oteiza ese terruño abandonado que su nieto ahí plantado seguía sin verlo germinar, pero ya daba igual. Al paso, el sol poniente templaba el fresco del otoño; aun sin nadie cerca, solo como las espadañas, me sentía abrigado por la de mi tierra. En la lontananza creí ver un súbito movimiento, esquivo como una perseida y evidente como la noche, pero aun así me acerqué con la esperanza de poder verlo.
Sorteé un leño caído (aunque casi caí con él), salté sobre una charca sin embarrar mis alpargatas y, acorralado ante un frontón, lo pude ver mejor: era un perro, un perro pastor, sucio, apestoso y con úlceras en cada calva que afeaba su cuerpo mugroso. Justo tras acorralarlo escuché gritos, pisadas, risas y entre tanto jolgorio un guijarro rozó mi oreja. Asustado, me protegí tras el ademán de proteger al perro; cual fue mi sorpresa ante unos críos desalmados que sin más de once años perseguían al pastor. —¡Aparta, que ya casi lo tenemos! —dijo el mayor de los mozos. Pero yo no pensé en mover ni un solo pie, —¿Se puede saber qué hacéis? ¡A un dedo ha estado de darme esa piedra!—. Los tres niñatos insistieron tercos, risueños y sin un ápice de remordimiento, ni por mí ni por el perro.
Entre bufidos contuve la ira heredada de mi padre, cerca estuve de gritarles o incluso de lo que no puedo poner por escrito. Pero, tras volver la mirada hacia los quejidos del animal, la compasión venció a mi sangre encolerizada. Retrocedí sin decir palabra e, ignorando el hedor de malherido, lo acaricié mientras lloraba de miedo y enfado. Qué asco, ha tocado ese chucho enfermo, fue lo último que oí antes de que echaran a correr. —Desgraciados—, me dije mientras le ofrecía el currusco de mi almuerzo. Paulatinamente y conforme lo acariciaba sus temblores iban a menos y su sofoco a más, pero terminó por dar un bocado y con ello lamió mi mano. No estaba seguro de si debía dedicarle más tiempo, pronto tendría que volver a Pamplona y no me lo podía llevar.
Daba igual, jamás consentiría que nadie se aprovechara de un enfermo, así que entre frío, pestilencia y osadía lo quise coger en volandas y como un cordero llevarlo a mi coche. Me estiré y troné los dedos, pero antes siquiera de rozar al perro Nagore se vio sacudido por un vendaval tal que quedé cegado por los rastrojos y las arenas. Tardé en quitarme la zaborra el tiempo que las montañas tardaron en callar, tras lo que vi mejor que nunca ningún perro ya a la vista. Lo que sí pude ver fue una burda talla en el frontón: San Julián está contigo y Basilisa con tu familia.
Poeta de luna
@poeta.de.luna
Leer sus escritos
Deja una respuesta