Uno se va yendo a poquito. Casi sin darse cuenta, pero se va. Desde no sé cuándo saca la maleta de donde siempre estuvo y la pone abierta en el suelo, junto a alguna esquina, para que no estorbe el paso de los que se quedan. Luego la va llenando, no demasiado; lo justo: algunos recuerdos inolvidables bien empaquetaditos y poco más. Es maleta que uno debe hacer solo. Sólo uno sabe lo que llevarse y lo que dejar.
Mientras se ponen las cosas adentro uno se percata de lo ligero que va a marchar. Es un buen momento para que vengan a la mente los versos de aquel poeta que decía: “Me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”. Qué cierto. Uno cargando tanto durante tanto tiempo… y ahora hasta es seguro que quede algún hueco libre.
Entonces, un día cualquiera en un momento cualquiera, o sea, cuando toca, se agarra la valija y luego la puerta. Conviene despedirse de la gente y de los paisajes con tiempo, dejar todo en su sitio y zanjar asuntos pendientes porque nadie mejor que uno sabrá ocuparse de lo suyo.
Yo marché una tarde de no sé bien qué día. La cita era en el viejo embarcadero de la playa (aquello ya no servía sino para moluscos cansados de viajar). Soplaba una brisa desjironada. El sol ardía ya sin calor más allá de un horizonte que lentamente se iba evaporando. La playa era un abandono de arena.
No era yo el único. En el desvencijado atracadero había algunas personas más, con aspecto de sombras, esperando con sus maletas. Al principio me dio reparo poner el pie en aquella hilera de tablas a punto de quebrarse -negras de puro podridas- pero una vez lo hice ya no temí nada. Cuando llegué a la altura del grupo hice un breve saludo con la cabeza. No sé si me respondieron.
Aguardamos en silencio.
Tardé un poco en darme cuenta de que nuestro silencio era también el silencio del mundo, como si éste se hubiera ido callando poco a poco, imperceptiblemente, y para oír algo hubiera que recordar el sonido de ese algo. El rumor de la brisa y el arrullo del mar eran ya memoria de los sentidos.
No sé en qué momento de aquel largo crepúsculo fue dibujándose en la distancia, como hecha de aquel aire sin sabor, una embarcación que se deslizaba por el mar como si no tocara el agua…
Por fin llegó hasta nosotros. Se arrimó sin levantar una sola ola. Alguien tendió una pequeña rampa y uno tras otro fuimos pasando. Yo fui el último. A cada paso me sentía más liviano, más sin peso.
Bajo la noche inmensa busqué donde descansar…

David Pulido Suárez
@davidps81
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