El caramelo de su carne me seduce, atrapándome con la promesa de su sabor. Cierro los ojos, intentado capturar en mi retina el sublime momento. Vuelvo a abrirlos; sigue allí, delante de mí, inundando mis sentidos. Mi mirada envidiosa persigue a la golosa gota, que serpentinamente viaja por su moreno cuerpo, mientras mi calenturienta mente imagina que es mi lengua la que disfruta de aquel maravilloso recorrido. Observo como se desliza por su redondez, lenta y sinuosamente; su tersura atrapa mi atención, y noto como mis glándulas salivares comienzan a trabajar. Y aquí, en esta abarrotada playa, bajo un sol de justicia, él, silenciosamente, me invita a pecar, y yo, pecadora confesa estoy deseando caer presa de ese placer.
Sé que me arrepentiré; pero no puedo esperar más. ¡Lo necesito! Me voy a lanzar.
Estoy tan cerca… Mis manos, mi pecho tiemblan de anticipación, mientras que un fuego líquido recorre ya mis venas ante tal delicia. Mis labios se abren, mis dedos lo rozan…
—¡Agg! ¡Maldición! —exclamo, estupefacta, con el rostro bañado por helado de chocolate —¿Quién ha sido el desgraciado que me ha tirado la pelota?

Agneta Quill
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