Apago el televisor y me quedo mirando mi difuso reflejo en la pantalla oscura. Me veo sentado en el sofá con las piernas abiertas, escurrido, sosteniendo el mando a distancia en la mano derecha. Han cesado las imágenes, las voces, los gritos. Se posa la penumbra.
Vuelvo entonces mi atención hacia las ventanas, cerradas, a través de cuyos cristales contemplo una pared de arena suspensa en el aire. Me levanto (la huella de mi cuerpo abandona rápidamente el asiento) y doy unos pasos. El sudor arrasa mi espalda.
La ciudad, sepultada bajo una atmósfera de tierra, es un cementerio vertical. Nada se mueve. Nada se oye. Supongo que ahí fuera, es decir, dentro de otras casas, la gente sigue existiendo. Los semáforos alternan sus colores (verde… ámbar… rojo) para nadie. Al otro lado de la plaza sé que hay edificios, erizadas antenas, y mucho más allá el quebrado horizonte de las cumbres que hace unos días ardió violento. Reconozco el paisaje en mi memoria porque la mortaja de polvo anula la porción de mundo en el que vivo. Inspiro profundamente y noto cómo los microscópicos granos tapizan mi nariz y ciegan mis pulmones. Mi cuerpo se estremece con estallidos de tos.
Voy a la cocina donde a cortos, medidos sorbos, bebo un agua que sabe a desierto. Antes de posar nuevamente el vaso observo que el hueco que ocupaba ha dejado un círculo perfecto, limpio, en el poyo. Noto una ausencia: el reloj de la pared. El minutero no percute con su perpetuo latido.
Regreso al salón, tropiezo con el revistero colmado. Se desliza hasta el suelo un periódico. La foto de portada, a color, la ocupa una anciana magra, vestida de negro, que camina por un sendero. Posa una de sus manos sobre el pecho al tiempo que la cara anuncia un llanto inminente. Con la otra mano arrastra algo parecido a un fardo. Tras ella un incendio monstruoso carboniza lo que supongo era su hogar y el monte por el que tantas veces paseó, acaso despreocupada. En vez de devolver el diario a su lugar lo desplazo con el pie. Demasiada tierra o demasiado impulso lo deslizan bajo el sofá, de donde sale despavorida la gata. Se ovilla silenciosa junto a la pared (la cola echada) y desde allí me observa, no sé si con reproche. Imposible saberlo. Nos miramos intensamente.
Pienso que ella desconoce cuanto está pasando; pienso, además, que cuando esto se vuelva insoportable, cuando supere toda capacidad de aguante, ella lo tendrá más fácil que yo para buscar refugio. Su tamaño sin duda es una ventaja: cabe en todo hueco donde sus bigotes le indiquen que su cuerpo entra. Asimismo, no portará nada consigo, todo lo que necesita lo lleva puesto, como quien dice. No sentirá que deje nada ni nadie atrás. ¿La comida? La comida no será un problema: cuando el hambre devore su estómago no hará distingos de lo que acostumbra alimentarse y de lo que no. Yo, en cambio, ocupo demasiado espacio, debo llevar cosas conmigo (¿qué cosas?, ¿harán falta papeles más adelante?, ¿qué objetos precisaré?, tal vez los menos imaginados y que sólo se usan en las películas cuando los protagonistas no tienen más remedio…). ¿La comida? La comida será un problema. Y la sed, la sed también.
La oscuridad ha acusado su presencia, el calor ha remitido apenas. No sé qué hora será pero es fácil comprobarlo. Pulso el interruptor y la luz no se enciende: deben ser más de las siete. Es el momento en que se ordenan los apagones y han de prenderse linternas, velas. Yo tengo velas, también dos linternas, pero las reservo instintivamente. Una de ellas funciona con dínamo -menos mal, no necesita pilas- pero es pequeña (puedo esconderla en la palma de mi mano, tiene un enganche de llavero) y de corto alcance, de modo que ilumina bien lo inmediato pero pobremente lo que está a distancia de mí. No voy a por las velas, de hecho las empleo poco y brevemente. No me son rigurosamente necesarias, me conozco la casa al centímetro, me muevo por ella sin dificultad adivinando o intuyendo dónde están las cosas. Antes avanzaba rozando las sombras con las puntas de los dedos, hasta que, sin darme cuenta, dejé de hacerlo porque, en realidad, no me hacía falta, como a la gata, que le sobra la luz para recorrerse los pasillos y los muebles entre estas paredes.
Las farolas encendidas son pocas, contadas, en cada barrio. Sus haces se filtran trabajosamente a través de la arena inmóvil como si ésta fuera un velo de tupida trama. Asemejan luciérnagas moribundas, sin fuerzas para aletear y alejarse de este océano de polvo. Supongo que lo único viviente en las calles ahora mismo son los insectos, en particular las cucarachas. Antes eran los vencejos quienes cruzaban como dardos infatigables delante de los balcones y las ventanas; ahora son las cucarachas, sobre todo de noche. Ellas lo tienen aún más fácil que la gata y yo mismo para localizar refugio, y comer comen lo que sea. Desde hace ya mucho tiempo campan en número considerable por la ciudad y habitan las casas con descaro e impunidad. He perdido la cuenta de las que he matado. La gata, creo, les ha cogido miedo o indiferencia. Su automatismo de perseguir cuanto se mueve no sirve con estos bichos. Las he visto corretear delante de su hocico con insistencia, diría que provocando, pero o las mira como si tal cosa o, inexplicablemente, huye… ¿qué criterios seguirá su instinto?
(¿Y el mío? ¿Será mi naturaleza la misma?, ¿seré el que ahora soy? Me pregunto si me diferenciaré de aquellos que veo en la televisión o actuaré igual, movido irresistiblemente por no sé qué impulso interno más poderoso que el pensamiento o la razón).
A tientas como un pedazo de pan cuya sequedad alivio con breves buches de leche. No utilizo taza, bebo directamente del envase para no malgastar agua fregando. También ésta nos la cortan a determinadas horas, de manera que cada día relleno con agua casi todo lo rellenable en la casa. Los dientes me los lavo cuidadosamente, aprovechando cada enjuague todo lo posible. Luego escucho apenado cómo el líquido gorgotea cañerías abajo, inasible.
Me acuesto, y lo hago desnudo, ya siempre, en un intento por desprenderme del calor y engañar a la piel con una impresión de frescor inexistente. En ocasiones me despierta el pantano de sudor en el que convierto mi cama. (Previamente he tenido sueños tumultuosos, enmarañados, febriles, donde todo sucede a cuatro palmos de mis ojos, donde no hay espacio para respirar y todo es confuso). Me incorporo entonces y ando descalzo un rato, mis pies y mis dedos como raíces de carne buscando una tregua en las baldosas antaño frías todas las noches (también en los veranos del pasado).
Unas veces aguanto, otras no, el embate de un reptil ardiente, rasposo, garganta arriba. Si yo venzo mi estrategia ha consistido en humedecer profusamente los labios sin beberme el agua. Esquivo de esta forma a la bestia reptante, incandescente, que regresa a su madriguera, enroscándose.
El insomnio acostumbra a triunfar más de lo tolerable y se cuelga las medallas de mis ojeras en su pecho desvelado; el tiempo discurre así con pesadez de río nocturno, cenagoso, sin orillas, en el que bracear es tarea inútil para avanzar o mantenerse a flote.
No hace mucho me llega un lamento durante mis vigilias involuntarias; proviene de una habitación de la vivienda contigua, creo que también es un dormitorio. Es un lloro contenido, sin espasmos sonoros, un como sollozo íntimo que no deseara interrumpir el descanso de los durmientes ni alertarlos. Lo escucho tratando de ponerle rostro a esa pena (¿hombre, mujer?), pero no lo consigo. Imagino invariablemente que es una madre o un padre ahogando su plañido para que su hijo no lo descubra vulnerable, inerme, desasistido, tal vez incapaz de protegerlo ante las circunstancias que se avecinan, inexorables.
Amanece. Apoyo mi frente contra la ventana. Se apagan a un tiempo, bruscas, las farolas, y por un instante pareciera que el alboreo pierde el equilibrio a favor de la noche en retirada. No veo el sol, no veo el cielo, pero sí cómo al sudario de arena retorna, pausado, su marrón plomizo. Hoy es día laborable. Abajo las puertas de los zaguanes se abren cautelosas y sale, insegura, la gente (cubiertas boca y nariz con pañuelo o mascarilla), como quien sale de una madriguera a la incertidumbre del mundo. Va a trabajar, no sé si resignada o convencida de la importancia de sus actos. Circulan lentos coches con los faros encendidos, conos luminosos envueltos en una cortina de tierra.
Algo roza mi pierna y se demora en ella. Es la gata. Maúlla.
Tiene sed.

David Pulido Suárez
@davidps81
Leer sus escritos
Deja una respuesta