Por mucho tiempo,
los confundimos con una enfermedad,
una sombra que nos nublaba la mente,
separándonos de la manada,
volviéndonos irracionales,
impuras.
Así los bautizaron,
como si fueran ajenos
al resto de los días de nuestro calendario.
Como si no contaran,
o no valieran la pena.
Mientras transcurrían,
nos dijeron que
no podíamos hacer mayonesa,
ni refrescarnos en la pileta.
Tampoco bañarnos,
ni tomar aspirinas.
“En ese estado no pueden pensar”,
aseguraron.
Nos enseñaron
a padecerlos como un cáncer,
a ocultarlos como una verguenza.
“Indispuestas”, sentenciaron.
No hay mejor forma de vulnerar un poder
que dotándolo de culpa.
En otros tiempos,
las mujeres en su período,
como brujas,
podían hablar con los muertos,
desatar conjuros
y atar hechizos.
Los dioses jamás se negaban
a la plegaria de una mujer
en este estado de sacrificio.
Por entonces, nuestra sangre
era medicina,
era vida.
Y también sabiduría,
porque una comprende
el enigma de morir,
cada mes,
con ese óvulo muerto
que se nos escapa.
Andamos molestas,
como si lo mundano nos estorbara,
en este trance con lo sagrado.
Porque no somos de este mundo,
cuando nos viene.
Para despertarnos de lo trivial,
nos duelen los ovarios,
hincados por una espina.
Y los pezones duros, sensibles,
como si el universo entero
nos doliera en ese poro neurálgico.
Mientras brotamos desde adentro,
somos más mujer,
más hembra madre
que en ningún otro momento.
Los hombres nos envidian,
confundidos,
ese guiño con la divinidad del que no gozan.
Nuestros cuerpos se hinchan,
y las lágrimas caen fácil,
para desterrar la savia que nos excede.
Nos hacemos más nobles
con lo sensible,
más permeables a lo místico.
Cuando dejamos en la tierra nuestra ofrenda,
estamos a nuestras anchas,
pudiendo escuchar,
las voces de otras mujeres
que nos habitan,
en lo profundo.
Nuestro periódico sangrado
es el único sangrado del cuerpo
que no nace de la violencia,
ni de la provocación artificial del hombre.
Nuestro sangrado no es herida,
sino vitalidad.
En “esos días” podemos ser conscientes
de nuestro poder creador,
de nuestra magia,
de nuestro santuario hecho carne.
Somos, al mismo tiempo,
Arcilla, barro y aliento de vida.

Flora Aliaga
@floraaliagaescritora
Leer sus escritos
Deja una respuesta