El mejor carpaccio de mi vida
lo comí esa tarde diluvial,
al menos el único que rememoro
con la certeza de todos mis sentidos.
Las alcaparras frescas,
el ácido de las uvas,
sus ojos negros,
profundos, cósmicos;
siguen en mí,
como las curiosas enredaderas
de ese viejo restaurante italiano
que se aferran cada vez más,
a pesar del implacable paso del tiempo.
No debíamos estar juntos,
pero ahí estábamos,
jugándonos el sosiego,
o mejor dicho: la casualidad,
de una cara conocida
que al vernos no pudo ocultar la impresión
de quien ha dado
con algún secreto no querido,
más bien, de mal gusto.
Torpes degustadores de placeres
destinados a la clandestinidad,
que lo arriesgaban todo
por un aperitivo de carne cruda y vino tinto.
¿Y por qué no?
Por el amargo y gustoso sabor
de quien es capaz de arriesgarlo todo.
Forzados por la ruleta rusa del destino,
salimos corriendo del lugar
como dos gatos que huyen
de una embestida repentina.
A pesar del torrencial aguacero
que nos abrumaba el paso,
cruzamos charcos e intentamos evitar
(sin éxito alguno)
la lluvia que nos empapó de pies a cabeza,
hasta llegar a nuestro acostumbrado resguardo redentor.
Tendido en la cama
pude ver como se desnudaba
frente a mí,
como tejía la eternidad
quitándose poco a poco
cada prenda de ropa,
como secaba sus cabellos
mientras me miraba.
Pero no ya con ojos negros y profundos
sino más bien con la intensidad
de los surcos de un amor vedado,
como dijera Gabriela.
Después de consumarnos
escuchando a Fito Páez
y bebernos hasta la última gota de la botella
que nos trajimos,
fumamos del mismo cigarro
y terminamos en la cocina,
donde siempre terminábamos.
Intuyendo,
desde la más salvaje y violenta incertidumbre,
que ese silencio breve y mortal
que nos invadía de repente,
desgañitaba adioses
que aún negamos
con la fuerza del recuerdo.
Adal Hernández
Leer sus escritos
Letras & Poesía 