Como agarrado con temblorosas manos a las paredes del abismo del mundo, acosado por buitres que desde los rincones de la noche cubren los cuerpos con imponentes alas estrelladas y otean cráneos afligidos por la soledad, ¡oh, sintiendo que entristecidos ángeles de los días idos guardaban mis cavilaciones! Así me encontraba yo, insomne una noche de invierno.
Vagamente pasaba las horas, desganado, frente a la pantalla del ordenador. Su tenue luz, que como mi joven cuerpo iba marchitándose, apenas iluminaba con los suspiros de una estrella moribunda cuerpos de sábanas y jugaba a proyectar fantásticas sombras sobre el gotelé de las paredes.
En vano yo buscaba placebo en largos teoremas o disolviéndome en laberínticas discusiones filosóficas. Solo y melancólico acabé por sentir que aquel cuarto —¡puño duro de añoranzas!— había hecho de mí su presa.
Rebuscando en los viejos volúmenes de poesía que mi abuelo me había cedido encontré una hoja añeja y suelta. La leí con curiosidad. ¡Qué maravilloso despliegue de pasiones! ¡Qué corazón de la bestia del mundo! ¡Qué raudal de sangres flamencas! ¡Qué gran sonrisa de la vida, qué entraña inmensa, amante y dulce, había confeccionado aquel poeta o poetisa! Pero, cuando quise leer el nombre que al pie del texto había firmado, un cuerpo invisible de vientos y lamentos vino con el frío cortante y los dormidos colores del invierno a arrancármela de las manos.
Largo tiempo perseguí el poema por pasillos sin luz y habitaciones muertas. Al fin llegamos a una ventana solitaria. Allí creí que lo alcanzaba, pero el viento cobró nueva fuerza y repentinamente lo hizo volar fuera, hacia la noche de las estrellas. No me rendí. Abrí las rejas de la ventana y salté a la cúpula celeste. Me agarré a los astros y trepé por las constelaciones, los planetas, las nubes y las galaxias. Y en las más frías alturas dije:
—¡Por favor, vuelve!
Y, como convocado por aquel melancólico hechizo, se posó en lo alto de la Luna llena. Pero cuando mis manos se agarraron a esta —¡astro de luz mentirosa!— se rompió con un sonar de tristes perlas y caí junto a trozos argénteos de cielo hasta un bosque.
Saltando desesperadamente traté de alcanzar la poesía que se alejaba, ascendente, hasta desconocidos astros. Pero al final, falto de fuerzas y de esperanzas, me quedé allí, solo. Ya sentía la hiedra crecerme en la piel y los caracoles comerse mi ropa cuando un fantástico ciervo de cielo y estrellas —¡oh, era el dios oculto, dios humano entre humanos olvidado!— me dijo:
—Yo tengo lo que andas buscando, ¿no lo quieres con tanto desespero?
Yo caí de rodillas y le supliqué:
—Por favor, ¡por favor! ¡Devuelve a mis manos las palabras! ¡Devuélveme ese dulce río de corazones! Por favor, la última candela que sonriente se atrevía a mantenerse, sola y por siempre sola, último bastión ante las tinieblas; en el risco de los sueños olvidados, ¡devuélvemela!
El ciervo me miró con ojos que guardaban el imposible Aleph del misterio del todo. Me respondió:
—Esa angélica esperanza, esos lejanos serafines, la esquiva poesía yo sé dónde se encuentra. Iré a buscarla, lejos, más allá de donde este mundo acaba. Pero cuando te la traiga tendrás que dejar todo lo que estés haciendo, levantarte de tu sueño y otra vez volver a aquel cuarto, y allí te quedarás con tus fantasías.
Sin pensarlo un segundo, exclamé:
—¡Sí, sí, por favor! ¡Ves, ves!
Yo me quedé de rodillas, esperándole.
Pasó el tiempo. Bajo el tejado viejo de la fronda veía las majestuosas arcadas y bóvedas de los árboles variar sus sonrientes cristaleras con las estaciones. Y el piar de los pájaros me parecía una dulzura lejana, y el vago susurro de las hojas que se me hacía inquietante descubrió con la primavera un increíble, ¡qué alegre!, paisaje.
Vi tantas maravillas… vi a las jóvenes urracas llevar un amor que nunca conocí, y vi las catedrales de los árboles, vidrieras de viejos pardos y amarillos niños, ¡un laberinto sin fin de troncos curvos y ramas!
El verde del mundo, abrazando mis pies profundamente, me daba raíces y corteza. Así acabé no siendo más que un arce del camino.
Después de incontables eras el ciervo reapareció ante mi tronco. Alzando su voz en el nuevo estío me dijo:
—¡Ya, desperézate! Este sueño de antigua fronda y joven verano tienes que dejarlo atrás si quieres acompañarme. ¿No recuerdas la poesía que, fugaz, te abandonó? ¡Al fin la encontré! Rompe esta corteza que te abraza, cristalizados suspiros del otoño, sacude los mirlos y las urracas que anidan en tus frescos pensamientos y saca de la tierra maternal tus piernas que quieren encontrar las geodas y los acuíferos. Si aún tu tristeza recuerda esa poesía, sígueme.
¡Aquí me quedaré por siempre!
Ahora, conforme vuelve el invierno, mi corteza se desprende y se resienten mis raíces. Siento que envejezco. Mis recuerdos se van con las últimas hojas, y en cada una va escrita esta historia. Pero, ¡no temas! De nuevo estos poemas volarán con el céfiro y alcanzarán los solitarios habitáculos donde tristes poetas y filósofos cavilan, y de nuevo ellos los perseguirán, desesperados, hasta caer a un profundo bosque.

Jaime Calaforra Arranz
@jcalaforraarranz
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