Apenas empezamos a enrumbar tierra
y pude notar el momento exacto
en que toda su figura
se contrajo de la emoción.
Cuarenta años después
volvía a enraizarse
con esos recuerdos sempiternos
que te colman de por vida
y forman la nostalgia
que vas desgranando en el camino.
Toda la familia
había soñado siempre enfilar
los bosques de pinos altos
que tanto escuchamos añorar
y que mi padre abandonó
por razones similares
a las que lo traían de vuelta.
Cuanta razón tenía Galeano
cuando decía
que el destino no descansa
sobre las rodillas de los dioses
sino en la conciencia de los hombres.
Cuarenta años después,
tres hijos, tres sobrinos, dos maletas.
Con la sonrisa sufriente y los ojos llorosos,
se aferraba a su equipaje
como quien se aferra a la vida
después de un extenuante naufragio.
–
¡Cómo no verme reflejado
en tan perfecta y conmovedora
metáfora del Hismat!
Entonces lo supe, quiero decir,
más allá de la nostalgia típica del caso
o cualquier síndrome de Ulises,
entendí esencialmente
en esa conmoción desconcertante
de mi padre retornando,
o mejor dicho,
volviendo a migrar,
lo lejos que estaba de mi infancia,
de El paraíso,
de las tajadas, del Cuatro,
del Teresa Carreño,
de esa muchacha…
_
¿Cuánto faltará para mi Ítaca?
¿Podré llegar a tiempo?
¿Y ella, será feliz? ¿Se acordará de mí?

Adal Hernández
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