Hay personas que son tan normales que llaman la atención, ya saben a cuáles me refiero. Detesto esa palabra, “normal”, no creo que nadie lo sea en esta vida, todos tenemos un tornillo chueco: un trauma de la infancia, una muerte trágica en alguna vida pasada o alguna manía que resulta fastidiosa a los demás. Este chico no tiene nada de normal una vez lo conoces, por eso me encanta, pero de seguro lo parece cuando lo ves. Nunca fue el más guapo de la clase, pero tampoco el más feo. Para los demás era un chico amable del montón, de esos rostros que pasas mecánicamente en tu cabeza antes de pensar en el capitán del equipo de básquet o la presidenta de la clase. Yo siempre pensaba en él cuando hacía esa lista mental, aunque estaba segura de que no era mi tipo. Su mismo nombre me parecía simple: José.
Cuando lo vi en carnaval seguía sin ser mi tipo. Mi promoción tuvo la suerte de que el colegio nos dejase disfrazar de lo que quisiéramos, cosa que no había ocurrido en años anteriores: yo fui de bruja, Jorge de Joker, Alicia le hizo honor a su nombre, pero él no se disfrazó de nada con sentido. Llevaba el uniforme y polvos holi de color azul tiñendo gran parte de sus rizos rubios. No destacaba por original, pero tenía en el rostro la alegría de un niño pequeño. Fue el primer día que cruzamos miradas por más de cinco segundos y que hablamos de verdad; salvo alguna pregunta puntual, nos habíamos tratado hasta entonces como cordiales desconocidos quienes conocen sus nombres a fuerza de repetición.
Ese día no lo buscaba, ni él a mí, yo iba hacia el baño y lo encontré de casualidad en un aula con Sergio y Tom justo cuando empezaba la hora libre. Los tres compartían opiniones sobre el nuevo Assassins Creed. Me vio y sonrió amablemente, para luego salir y ponernos a charlar, Sergio y Tom se despidieron y fueron corriendo al patio. Yo olvidé que tenía que ir al baño, mecánicamente lo seguí afuera, mezclándonos en un mar de disfraces y risas eufóricas, a todos nos gustaban los días en que el colegio se vestía de colores.
Hablamos del clima tan bueno que hacía, de los disfraces, de cómo a él le daba pereza comprarse uno si no lo iba a usar de nuevo, de que ninguno de los dos iría a la fiesta de Marta porque no nos apetecía, de los juegos que le gustaban. Era tan normal lo que decía que entendí que ese chico no era normal, no podía serlo ¿Cómo alguien tan sin más, aparentemente insignificante, puede hacerte sentir tan cómoda y segura? Y no, no me gustaba entonces ni estaba enamorada aún.
Había mucho que no conocía aún de José, lo que sí me quedó claro es que a él podía hablarle de las serpientes, algo en mi interior me lo gritaba. Ellas no podían estar ausentes de mi vida: desde pequeña todos en casa dormíamos con una. Hasta los cuatro años, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo dormíamos en la misma cama con una decena o así de ellas, grandes y pequeñas. A mamá le gustaba ir al baño con una preciosa boa blanca con manchas amarillas en el cuello. Papá dormía con una mascarilla quirúrgica porque al roncar alguna de ellas entraba en su boca abierta pensando que era una cueva húmeda y caliente. Mamá aprendió con eso a tener a las recién nacidas en una cajita, así no se nos metían en la nariz.
Cuando me hice mayor, me dieron mi propia cama y me dejaron dormir con mis serpientes favoritas: una culebra verde de hocico corto y una serpiente rey. Cuando iba a entrar en el cole por primera vez, mamá me rogó que, si quería hablar del tema de las serpientes, le dijese a mis compañeros que dormir con ellas fue un sueño, que nada de eso era verdad; la pobre mujer quería que fuera normal también y yo creía que lo quería. Ni siquiera Lisa, mi mejor amiga, sabía de eso. Algo en mí me decía que a José sí podía enseñarle a mis pequeñas; si ese chico era tan normal como aparentaba, saldría corriendo despavorido y no lo volvería a ver, tal vez todos pensarían que estaba loco o que había soñado y perdería esa vibra de mundano, mucha falta le hacía. Antes de irnos, lo invité a mi casa, bajo pretexto de mostrarle unos juegos que mi hermano iba a tirar y que él podría querer.
A la hora que llegó a mi casa, nuestros amigos seguramente ya estarían arreglándose para la fiesta o buscando alcohol, lo que hacen los adolescentes “normales” o la mayoría. Mis padres habían ido a cenar fuera esa noche y mi hermano mayor estaba con la novia, así que le dije a José que fuese sobre las 8. No quería darle explicaciones a mis padres, mucho menos que me obligasen a esconder mis serpientes. Papá y mamá guardaban las suyas en una cajita de cristal hasta la hora de dormir, pero yo dejaba a las mías en la cama si estaba en casa para vigilarlas. Cuando llegó, lo llevé directo a mi habitación, donde había puesto los juegos; mis dos serpientes eran lo primero que se veía al entrar. Una persona de esas que llamamos “normales” habría chillado, corrido o incluso desmayado, pero para mi sorpresa, sus ojos brillaron mientras se acercaba a la cama y acariciaba a mis pequeñas con la misma felicidad con que lo vi esa mañana; aún le quedaban rastros de azul en el pelo
–¡Son preciosas! ¿Cómo se llaman?
–Calipso y Medusa, las tengo desde que era pequeña.
–Qué suerte tienes, siempre he querido tener una serpiente, pero mis padres nunca me dejaron. Me compraron una tortuga, qué aburrido ¿No?
–Un poco tal vez.
Le divirtió mi comentario; su dedo índice recorría las curvas verdes de Calipso, para luego pasarlo frente a los ojos de Medusa, intentando que ella le siguiese. Estuvo así un buen rato antes de ver la bolsa encima de mi mesita de noche y comenzar a inspeccionarla. Nosotras lo mirábamos mientras tanto como hipnotizadas: José parecía normal, pero era otro bicho raro, felizmente raro, como yo. Al acabar nos quedamos un rato hablando de reptiles, videojuegos y de lo genial que sería esa fiesta si todos fuésemos monstruos de verdad. Era el tipo de conversaciones que alguien “normal” sólo soñaría y que yo deseaba durante muchos años. No, esa noche no nos besamos, ni me enamoré de él. Nos hicimos amigos, eso sí, con una complicidad que solo tienen quienes encuentran en el otro un refugio para ser ellos mismos, cosa harto rara hoy en día. Mantuvo su imagen de chico normal e invisible con los demás, pero para mí ya era el chico guay de mi lista.
Todos estaban tan enfrascados en sus propias cosas que ninguno de nuestros compañeros entendió lo nuestro, se conformaban con decir que nos metíamos mano en el baño del colegio. Nos daba risa porque tampoco entendíamos lo que pasaba, éramos dos adolescentes a los que les gustaba leer cómics con serpientes en la cama. Me fui enamorando con el tiempo, a medida que descubría que José no era otro adolescente “normal” ni de esos que intentan ser “especiales” públicamente como rebeldía social. No sabía que era mi tipo, pero ahora que esos días se tiñen de pasado y dormimos abrazados como marido y mujer, con unas cuantas serpientes en la cama, me doy cuenta que mi tipo siempre ha sido todo aquello tan anormal que, al final, se siente natural.

Sabrina Feliz
justlittlerandomwritings
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